Por Andrea Slachevsky Marzo 7, 2013

No hay dudas de que la psiquiatría ayuda a que muchos recobren la salud mental. Basta recordar cómo, en los años 50, el descubrimiento del primer antipsicótico, la clorpromazina, contribuyó a que muchos pacientes con esquizofrenia se integraran a  la comunidad.

Pero la salud mental también ha sido usada como excusa, por ejemplo, para castigar o silenciar disidentes mediante la invención de enfermedades. Desgraciadamente, la invención de enfermedades persiste. Actualmente, la psiquiatría norteamericana esta enfrascada en una batalla campal por la futura publicación de la quinta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, el DSM-5. El psiquiatra Allen J. Frances, editor del DSM-IV, llegó a escribir, en Psychology Today: “Es el momento más triste de mis 45 años de carrera estudiando, practicando y enseñando la psiquiatría.  Se aprobó un DSM-5 muy defectuoso al incluir cambios sin fundamentos científicos”.

¿Por qué debiera interesarnos esta guerra? El DSM, publicado por primera vez en 1952, fue creado para disponer de un sistema de clasificación de las enfermedades mentales y se le considera la biblia de la psiquiatría. El DSM-IV, publicado en 1994, fue traducido a más de 20 idiomas. Su poder es inmenso: define el concepto de anormalidad en salud mental y es una herramienta fundamental para determinar si una persona está enferma o no.

El problema es que no existe una definición consensual de lo que es una enfermedad mental. El filósofo Jerome Wakefield formuló una de las definiciones más certeras: “Existe un trastorno mental cuando un sistema psicológico no funciona como debería y esa disfunción es considerada inapropiada en un determinado contexto social”. Wakefield plantea dos interrogantes sin respuestas categóricas: ¿qué es un sistema disfuncional y cómo se determina la inadecuación social?

Esta ambigüedad del límite entre normalidad y enfermedad, entre otros factores, permite entender la existencia de una inflación diagnóstica en el DSM: los trastornos de salud mental se incrementaron de 106 en el DSM-I a 357 en el DSM-IV. El incremento no se explica sólo por una mejor clasificación de las enfermedades mentales, sino también por una disminución de los umbrales para diagnosticarlas, estrechando los límites de la normalidad y haciendo de ella, como escribe Frances, “una categoría en peligro de extinción”. Por ejemplo, en el DSM-V, se establece que quienes viven un duelo padecen una depresión.

Los autores del DSM parecen olvidar que, como escribe  Allan V. Horwitz en Creating Mental Illness, “las personas que se deprimen, se angustian o desarrollan síntomas psicosomáticos al enfrentar eventos estresantes de la vida diaria, dificultades en las relaciones interpersonales, futuros inciertos, malos trabajos y problemas financieros reaccionan de manera normal a su entorno. No tienen una disfunción interna ni un trastorno de salud mental si sus síntomas desaparecen cuando sus circunstancias cambian”.

Estrechar los límites de la normalidad conlleva riesgos. Uno de ellos es que el DSM-V desprestigie a la psiquiatría y olvidemos que gracias a ella muchas personas conviven mejor con sus enfermedades y sufren menos. Pero también está el riesgo de empezar a considerar anormales nuestras emociones y que creamos estar enfermos por sentir temor al ver Los Pájaros, de Hitchcock. La normalidad es simplemente bastante más heterogénea de lo que algunos quisieran.

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