Por Daniel Mansuy Enero 17, 2013

Entre sus múltiples anuncios, François Hollande había prometido que pondría fin a las relaciones incestuosas entre Francia y África, y que no volvería a intervenir militarmente, al menos en primera línea. El pasado explicaba dicho deseo. Durante decenios, Francia ha ocupado la posición de gendarme y protector de sus antiguas colonias,  mezclando sin pudores los intereses militares, económicos y estratégicos. ¿Por qué Hollande cambió de parecer, y decidió intervenir directamente en el conflicto malí?
La pregunta admite, por cierto, respuestas fáciles. Podría decirse, por ejemplo, que Hollande simplemente cedió a los dictados de la realpolitik. O que no podía desaprovechar una oportunidad de encarnar la estatura presidencial, tan cara a los franceses, y que tanto le falta a él mismo. Con todo, la situación de Malí no puede reducirse a ninguna de esas dimensiones. Malí es hoy un Estado fracasado muy cerca de la anarquía, y eso pone en riesgo el equilibrio de toda la región. El régimen malí, que tenía dos décadas de relativa estabilidad, se pulverizó en pocos meses. Lo primero fue la reivindicación separatista de los grupos Tuareg que, en enero de 2012, proclamaron la independencia del norte del país. Las cosas se siguieron complicando cuando -tras la caída de Gadhafi, y la consecuente estampida de los extremistas de Libia- los islamistas radicales empezaron a confundirse con los separatistas, y a ocupar su lugar, utilizando de paso métodos terroristas. Así, los más radicales tomaron, de facto, el control del norte del país, zona desértica que representa algo así como dos tercios del territorio. Para peor, esto provocó el golpe de estado del 21 de marzo, que terminó de debilitar al poder central. Asumió la presidencia de modo interino Dioncounda Traoré, quien carece de la legitimidad para conducir cualquier proceso de normalización. Así estaban las cosas cuando el 20 de diciembre la ONU dictó la resolución 1820, autorizando la intervención de una fuerza militar africana para derrotar a los islamistas. Sin embargo, la resolución no contemplaba plazos, y nadie parecía muy apurado por concretarla.
Todo se precipitó cuando el 10 de enero las fuerzas islamistas se tomaron Konna, una ciudad que les abría el camino para avanzar hacia el sur. El hecho era grave porque demostraba una alta coordinación de las fuerzas islamistas, y una determinación para hacerse con el control de todo el país, además de la total inoperancia del ejército malí. El presidente Traoré solicitó ayuda a François Hollande, y éste actuó de inmediato -a sabiendas de que pone en riesgo la vida de rehenes franceses-. Como la intervención no estaba autorizada por la ONU, Francia se amparó en una argucia jurídica: la legítima defensa. En cualquier caso, a nadie le preocupan las formalidades. Es más, la acción francesa le resulta muy cómoda a la comunidad internacional: nadie quiere ensuciarse las manos.
Con todo, para Francia las dificultades recién comienzan. Por un lado, ha recibido un escaso apoyo material de la Unión Europea, que confirma así su inexistencia para estos efectos. Tampoco los Estados Unidos ha mostrado mucho entusiasmo. Pero lo más complicado será salir del polvorín malí. ¿Cómo entregar un país pacificado allí donde, manifiestamente, no hay nada parecido a un Estado nacional? ¿Cuánto tiempo y recursos se necesitan para extirpar el terrorismo islámico de un país como Malí? ¿Es función de Francia asumir esas tareas? Ésas son las preguntas que Hollande tendrá que responder, si acaso quiere cumplir con todas sus promesas. Aunque sea con efecto retardado.

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