Por José Manuel Simián Diciembre 20, 2012

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Mi primera constatación de la envergadura del problema de las armas de uso privado en Estados Unidos ocurrió en Texas, durante la era Bush. Nos habíamos ido de tragos a Deep Ellum, el barrio bohemio de Dallas: cuadras repletas de gente de varias raleas que entraban y salían de los bares. Y de pronto, silencio en varias cuadras a la redonda. El reloj había dado las 2:00 am y se iniciaba el toque de queda para la venta de alcohol. Y en perfecto orden, todos -los vaqueros, los tatuados, los futbolistas- comenzaban a salir en silencio de los bares como si se tratara de una coreografía del orden. Los que hacía cinco minutos presumían de machos, volvían mansamente hacia sus camionetas Ford. Y era precisamente en la parte trasera de esas camionetas donde se resumía el problema con las armas: atriles para los rifles, calcomanías que defendían en tono amenazante el derecho a comprarlos y usarlos.

Los vaqueros no podían decidir hasta qué hora quedarse en el saloon, pero el derecho a disparar era asunto de vida o muerte.

Unos años después, las balas cayeron mucho más cerca: me casé con una chica criada en Louisiana, el estado que en sus patentes de autos exhibe orgullosamente el lema “Paraíso de los Deportistas”. La frase, casi sobra decirlo, no se refiere al fútbol americano (que de por sí vuelve locos a los luisianos) sino a la caza y la pesca. Desde esta perspectiva, en Louisiana casi todos son deportistas. Así fue como, hace años, mientras me encontraba muy tranquilo leyendo en un sillón, alguien que pasaba por ahí me dijo: “¿Te estás relajando, hijo? Mejor dispárale a algo. Eso es lo que hacemos aquí para relajarnos”.

La semana pasada, cuando todavía intentábamos asimilar lo ocurrido en Newtown, mi suegro -el mismo que, para romper el hielo, había puesto un rifle de aire comprimido en mis manos la primera mañana que pasé en su casa- me resumía el problema. “Éste es todavía un país con mentalidad de frontera, donde creen que necesitan tener un arma a la mano para defenderse de los bárbaros”, me dijo cuando le preguntaba por qué el 47% de los hogares del país reconocía tener un arma de fuego y sólo un 26% apoya prohibirlas por completo. “Sienten que si les quitan sus pistolas, les están quitando un poco su masculinidad; que si les restringen un poco ese derecho, va a ser una pendiente resbaladiza donde van a quedar completamente desprotegidos”.

Y aunque en muchas cosas pensamos distinto, en esto estamos de acuerdo. El problema de las armas en Estados Unidos no es exclusivamente, como han sugerido algunos,  el que puedan comprarse armas de todo calibre sin demasiadas dificultades, ni tampoco el que parezca producir tantos psicópatas y sea casi imposible impedir que actúen. El asunto de fondo es que el país siga siendo prisionero del capricho de un montón de hombres que nunca están lo suficientemente seguros de sí mismos.

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