Por José Manuel Simián Noviembre 1, 2012

Para quienes crecimos en zonas sísmicas, la experiencia de prepararse para un huracán es extraña: todavía no tenemos la capacidad de predecir terremotos, pero a los huracanes podemos detectarlos desde que se comienzan a formar en el Caribe y verlos crecer como un monstruo, aproximándose hacia nosotros sobre el Atlántico mientras suenan las alarmas y ponemos cinta adhesiva en las ventanas y compramos linternas, botellas de agua y comida enlatada. Y luego, la espera: encerrarnos en el departamento por horas o días hasta que ese monstruo venga y se vaya.

Durante ese proceso, mientras hacíamos fila en los supermercados, el domingo pasado, muchos neoyorquinos se quejaban de la molestia causada por las medidas preventivas. “Toda esta alharaca es por esa vez que Bloomberg estaba en Bermudas durante esa tormenta de nieve”, le escuché decir a un vecino con cara de pocos amigos sobre el alcalde, mientras arrastraba bolsas de provisiones.

Se refería, por supuesto, al temporal de la Navidad de 2010, donde más de 60 centímetros de nieve cayeron sobre Nueva York en menos de 24 horas, paralizando la ciudad y causando muertes, pero, sobre todo, demostrando que la Alcaldía no estaba preparada para desastres naturales de esas proporciones. (Si el alcalde estaba, efectivamente, en su casa de Bermudas  nunca quedó del todo claro).

Pero desde entonces, Nueva York es claramente una ciudad que no quiere volver a ser tomada por sorpresa, y Bloomberg no va a dejar que un fenómeno meteorológico predecible manche su legado de eficiencia tecnócrata al mando de la que llama una y otra vez y sin titubear “la mejor ciudad del mundo”. Después de todo, éste será su último mandato, y bien podría ser su último cargo público: un error lo marcaría para siempre.

Así, los planes de emergencia y evacuación comenzaron a fraguarse tres días antes de que Sandy llegara a las costas neoyorquinas. Se paralizó el sistema de transporte público de la ciudad -el más grande de Occidente- 24 horas antes de la tormenta. Se decretó la evacuación de los residentes de las zonas costeras en mayor peligro de inundaciones. Se emitieron alertas por mensajes de texto que llegaban misteriosa y eficazmente a nuestros teléfonos.

Pero más que nada, Michael Bloomberg ocupó un viejo recurso para controlar la tormenta: realizó conferencia tras conferencia de prensa, usando su monótona y nasal voz metálica para asegurarnos que se estaba haciendo todo lo posible para prevenir daños. El alcalde de Nueva York siempre ha sido un pequeño dios, alguien que misteriosamente parece en ciertas circunstancias tener más poder que el gobernador del estado y (estirando las cosas) el presidente, pero en esas tensas horas pareció una suerte de padre protector de los neoyorquinos.

Y así fue: Sandy vino, destruyó y se fue. Se perdieron vidas y propiedades, el transporte público sufrió inundaciones y daños sin precedentes, y muchos quedaron sin servicios básicos por días, pero todas las dudas cínicas se habían disipado: si no se hubieran adoptado esas medidas preventivas, todo habría sido muchísimo más serio. Y el miércoles, cuando estaba claro que se trataba de una catástrofe mayor, el presidente Obama se ofreció a venir a Nueva York. El alcalde, más envalentonado y poderoso que nunca, le dijo amablemente al llamado “hombre más poderoso del mundo” que no se molestara. Que no hacía falta.

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