Por Noviembre 1, 2012

La jalea sin sabor es la trampa maestra de los pasteleros. Ayuda a dar forma, pero es incolora e insípida. Es así por naturaleza, y cumple bien su rol.  En política puede pasar exactamente lo mismo. Quien desea ser electo - en especial quienes necesitan del “cincuenta-más-uno”- quiere maximizar sus probabilidades apuntando al votante medio. Para hacerlo, debe centrar muchas de sus propuestas, coquetear con algunas lejanas y hacer gestos a las más cercanas. Nada de eso estaría mal si no fuera porque existe la tendencia a no querer tomar posiciones incómodas o impopulares, por miedo a dejar ir a un grupo de los preciados votantes de ese centro. En el fondo, a transformase en alguien sin pensamiento propio, sino que más bien un experto en promediar posiciones o dedicarse a transmitir lo que según las encuestas las personas desean.

En un contexto de voto voluntario, esta estrategia está destinada al fracaso.

Con el padrón antiguo -inscripción voluntaria y voto obligatorio-, el electorado se comporta de manera bastante predecible. Lo primero que un candidato debe hacer es lograr ser conocido, para luego generar adhesión. Lo demás vendrá por añadidura. En esta lógica, las campañas “aéreas” que terminan al alza, con sensación de triunfo, hartas palomas con buenas fotos, volanteos y apretones de manos en la feria son la clave.  Luego habrá tiempo para el contenido. En términos de marketing, al momento de la verdad, con el voto y el lápiz en la mano, lo fundamental es el “top of mind”.

Sin embargo, el panorama es muy diferente con el voto voluntario. En la economía política se modelan dos argumentos para explicar por qué las personas acuden a votar. El primero es que un voto puede ser el dirimente de la elección, y por ende, el beneficio neto de quien realizó ese voto supera con creces el costo de ir a votar. La segunda razón, es que no solamente se debe ver el costo-beneficio observable, sino que además hay preferencias por votar. Es decir, obtengo satisfacción -un “premio”- porque salga mi candidato, o en su defecto, pierda el que no me gusta.

Pese a que el argumento del voto dirimente tiene una mínima probabilidad de ocurrir, lo que se observa es que cuando hay una supuesta “carrera corrida” y hay voto voluntario, menos personas concurren a votar. No hay para qué. La paradoja es que unos pocos terminan dirimiendo la elección, y un caso paradigmático parece ser Ñuñoa.

Pero el argumento de las preferencias es el más profundo, y el que hace terminar con la jalea sin sabor.  Con el voto voluntario -y la inscripción automática- los ciudadanos necesitan razones que los movilicen para ir a votar por uno o por otro. Es decir, que haya “preferencias fuertes”.  Por lo mismo, un candidato que ahora quiera salir electo, no debe poner como único objetivo ser el “top of mind” de la población promedio, sino que movilizar a “su” público. Y para ello, necesita tener contenido, tomar posiciones y generar energía suficiente como para que los votantes vayan y efectivamente sufraguen por él. En esta lógica, la táctica del silencio de Michelle Bachelet tendría que llegar a su fin.

Porque sin duda, lo insípido pasa a ser desechable, y lo sabroso pasa a ser deseable.

No es de extrañar que se hagan más primarias para comprobar el poder de movilización de los candidatos, así como la generación de discursos que van más hacia el votante medio de sus propios partidos que del país en general. Podría llamarse una “americanización” de nuestra política. Yo prefiero llamarle el fin de la jalea sin sabor.

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