Por Daniel Mansuy Octubre 18, 2012

El premio Nobel de la Paz atribuido a la Unión Europea -por su aporte a la reconciliación, a la paz y a los DD.HH.- no debería sorprendernos demasiado. Después de todo, el club de los ganadores es un tanto excéntrico, y en él comparten techo Kissinger y Arafat con la Cruz Roja; y el mismo Obama lo recibió antes de hacer nada.  La distinción de este año sólo podría llamar la atención por lo tardío. En efecto, el hecho mayúsculo que encarna el esfuerzo europeo por la paz es la reconciliación franco-alemana, que tiene ya 60 años. El acuerdo que funda el mercado común del acero y el carbón, firmado en 1952, marca la voluntad por terminar definitivamente con la guerra en el territorio europeo. El objetivo, decía Schuman, era hacer de la guerra “no solamente algo impensable, sino también imposible”. El argumento tenía fuerza, pues Europa había protagonizado las dos guerras más sangrientas de la historia en un lapso de tres décadas. Es justamente el proceso iniciado en 1952 el que es universalmente reconocido, y a ese coro ha venido a sumarse la academia de Oslo.

Sin embargo, es importante no confundir la causa con el efecto. En la Segunda Guerra, Europa agotó todas sus fuerzas, y debió pedir auxilio a fuerzas extraeuropeas. El Viejo Continente cedió entonces su posición dominante en el mundo, abriendo paso a la guerra fría, donde Europa no fue más que un escenario de enfrentamiento entre las grandes potencias. Así, el proyecto europeo, que parece tan idílico, sólo puede explicarse a partir de la protección brindada-hasta hoy- por los Estados Unidos y la OTAN. Si durante décadas los europeos han podido construir un mundo pacífico, como si el conflicto no existiera, es simplemente porque hay un hermano mayor al que acudir en caso de urgencia (baste recordar los casos de Yugoslavia y Libia, por nombrar sólo dos ejemplos).

En palabras del filósofo Pierre Manent, el proyecto europeo está basado en el olvido de la condición política del hombre. Eso explica todas sus incoherencias y dificultades, tanto en el plano económico como en el político. El diseño inicial del euro confiaba ciegamente en que la economía terminaría por subordinar, necesariamente, a la política, y ese error se sigue pagando hasta el día de hoy. Por otro lado, resulta cuando menos irónico que se premie a la UE por su aporte a la democracia, en circunstancias que ésta viene avanzando desde al menos diez años contra la voluntad popular: en Europa, ya nadie se atreve a hacer un referéndum. Un buen síntoma del limbo europeo es el problema protocolar producido por el premio: nadie sabe quién debe recibirlo, si el presidente de la comisión (Barroso) o el presidente del consejo (Van Rompuy), ambas autoridades burocráticas carentes de legitimidad democrática.

En ese sentido, el Nobel de la Paz -más allá de los buenos sentimientos- puede ser leído como el mejor testimonio de la irrelevancia política de Europa. Si acaso es cierto, como sugería Maquiavelo, que la política siempre conlleva una dosis importante de conflicto, entonces el Nobel de la Paz sólo viene a confirmar lo que muchos ya sospechábamos: Europa ha dejado de ser un actor propiamente político, para convertirse en un actor moral. Triste destino para la cuna de la polis.

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