Por José Manuel Simián Septiembre 27, 2012

 

La palabra “hipster” fue acuñada con el nacimiento del jazz, pero sus raíces vienen de la esclavitud, de la lengua africana wolof: hepi (“ver”) y hipi (“abrir los ojos”). Desde el principio fue usada para describir una forma de hablar, moverse y vivir que estaba un par de pasos más adelante de las normas sociales; una iluminación que nació del encuentro de las culturas negra y blanca en Estados Unidos, dos mundos que se comunicaban a pesar de todas las barreras. Así, en 1957 Norman Mailer describió al hipster como un “negro blanco” (white negro), y en 1995 Brian Eno agotó la descripción desde el otro extremo: dijo que un nerd era una persona que no tenía suficiente África en el cuerpo.

Pero lo hip es, a la larga, mucho más que una raza o un país. Es un sistema de señas tácitas, un lenguaje en permanente mutación que -como explica en detalle John Leland en Hip: The History- pasa de país, raza, género y movimiento artístico a otro por caminos llenos de curvas y contactos fugaces. De los músicos de jazz originales y sus vidas peligrosas a los poetas beat (cuyo nombre aludía parcialmente a la idea de iluminación “beata”), de los que inventaron el rock and roll a los punks y de éstos al new wave y la música independiente, de Miles Davis a Kanye West, de Allen Ginsberg a Patti Smith, lo hip es una fuerza invisible que toca a algunos y elude a otros. Un lenguaje imposible de codificar y de enseñar, pero al que muchos aspiran de una u otra forma.

Es en parte por esto último que resulta tan gracioso que cuando la palabra “hipster” traspasara las siempre porosas fronteras del habla chilena, se la adoptara más que nada como insulto. Como si ser “hipster” fuera motivo de ridículo, incentivado por la sospecha de querer ser algo más.

Es cierto, la subcultura hipster se ha transformado en motivo de burla en su país de origen. Series de televisión como Portlandia se ríen de los excesos de cierto esnobismo cultural que va de la música que escuchas a de dónde viene el pedazo de carne que te comes. E incluso en lugares como Nueva York -donde muchos hipsters encontraron su tierra prometida y  transformaron a Williamsburg, Brooklyn, en una especie de parque de diversiones para adolescentes eternos- suelen hacerse bromas con el mundo de estos chicos tan obsesionados con ser cool que se han transformado en su propia parodia. En ese caso, los que se burlan tienen bastante razón: al crear un mundo perfecto y explícito para sus obsesiones y vanidades, los hipsters de Williamsburg han roto la primera regla de su propio club. Igual que cuando alguien se llama a sí mismo “caballero” por ese acto deja de serlo, los hipsters que viven a cuenta de sus padres en barrios donde los tatuajes y los pitillos son norma y no excepción son cualquier cosa menos iluminados.

Pero en Chile el asunto tiene otro cariz: la obsesión por estar conectados con el mundo, el apuro por adoptar palabras extranjeras siempre entraña el peligro de poder estar haciendo el ridículo, de que los subtítulos no nos estén contando el verdadero chiste. Entendemos que algo está pasando al otro lado, pero ni todo el internet del mundo puede confirmarnos que nos despeinamos como es debido si no nos nace de adentro. Entonces surge la regresión y lo tiramos a la chacota. Convertimos el asunto en talla, esa maldita forma de burlarnos del que trata de ser distinto amparados en la masa y un supuesto ingenio, pero apañando apenas nuestra precariedad.

Y entonces, cuando alguien descalifica a otro por ser “hipster” (o “shúper” o, en el caso más torpe de todos, “cool”), normalmente aprendemos mucho más de las frustraciones e inseguridades del emisor de esa palabra que lleva adentro el barro de África y de Estados Unidos que de quien intenta ver un poco más allá.

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