Por José Manuel Simián Agosto 2, 2012

Si el poeta, como escribió Huidobro, es un pequeño dios, el escritor de no-ficción estadounidense a veces parece creer poder llegar a ser algo más: un ente capaz de reescribir la historia inyectándole la belleza de la literatura. Pero es una fórmula peligrosa, un cruce de caminos donde (como en la mitología del blues) se han transado muchas almas a cambio de éxito.

 

El caso más famoso es el de Truman Capote. El escritor, que ya había logrado considerable fama con su ficción, leyó en 1959 en el New York Times una breve nota sobre el asesinato de una familia en Kansas. En esas 283 palabras Capote vio una historia mayor, y seis años más tarde la revista New Yorker comenzaba a publicar por entregas A sangre fría.

 

Lo que Capote denominó la primera “novela de no-ficción” era un texto brillante, pero las dudas sobre la veracidad de ciertos hechos y caracterizaciones, así como sobre las técnicas usadas por Capote (memorizaba las entrevistas), comenzaron desde el principio.

A pesar de que fue su consagración definitiva, A sangre fría siguió teniendo sobre sí la incertidumbre de cuán lejos había ido Capote para conseguirla. La acusación más fea vino del crítico Kenneth Tynan, quien, privadamente, contó que Capote había saltado de alegría al enterarse que los dos criminales -con quienes había intimado- serían ahorcados, pues era el final perfecto para su libro, y por escrito dijo que Capote tenía sangre en sus manos.

Pasan las décadas y los casos de alteración de la realidad para alcanzar la gloria -los más famosos, Jayson Blair y Stephen Glass- no paran. El caso de esta semana es el de Jonah Lehrer, escritor de textos científicos que había alcanzado la cima a los 31 años: libros, charlas pagadas y artículos en las publicaciones más importantes de Estados Unidos. Pero en junio, justo cuando recibía la consagración definitiva al ser incorporado al staff del New Yorker, aparecieron las primeras denuncias: Lehrer, el prolífico, se “plagiaba a sí mismo”, copiando y pegando párrafos de textos que ya había publicado en otras partes, además de tomar citas ajenas sugiriendo que correspondían a  entrevistas realizadas por él mismo.

En abril Lehrer había publicado su tercer libro, un estudio de cómo funciona el proceso creativo titulado Imagine. Entre los casos analizados estaba la creatividad de Bob Dylan, y ahí Lehrer cometió un error fundamental: subestimar la capacidad de los fanáticos del cantautor para descubrir que varias de las citas habían sido alteradas o fabricadas para que su prosa y sus conclusiones fluyeran mejor. Tras ser cuestionado rigurosamente acerca del origen de las misteriosas citas de Dylan por el periodista Michael C. Moynihan, Lehrer primero dio evasivas, luego mintió y finalmente tuvo que confesarse: “Se acabaron las mentiras”, escribió en la única declaración que emitió tras renunciar al  New Yorker.

La de Lehrer es una historia tan corta como fascinante: ¿qué lleva a un escritor que tenía una carrera por la que muchos realmente venderían su alma a arriesgarlo todo por una cosa tan estúpida? Lo obvio es pensar en mera ambición o flojera. Pero el que Lehrer haya falsificado precisamente las palabras de Bob Dylan, el más estudiado de los músicos vivientes, sugiere otra cosa: como la mayoría de los impostores, en una parte de su cerebro -ese órgano sobre el que tanto le fascinaba escribir-, más que fama, lo que ansiaba era ser capturado.

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