Por Junio 21, 2012

Los resultados de las elecciones legislativas del pasado domingo en Grecia y Francia se  interpretaron como un saludable respiro para la Zona Euro. En efecto, mientras en el país helénico los partidarios de la moneda común ya formaron un gobierno, en Francia el Partido Socialista obtuvo una sólida mayoría que, en el papel, le da al presidente Hollande grados importantes de libertad. Sin embargo, sería un error creer que éste puede ser el principio del fin de las dificultades del euro. Bien podría tratarse de lo contrario: un analgésico puede calmar los dolores más inmediatos, pero al costo de agravar insensiblemente la enfermedad.

El caso griego ilustra bien las causas profundas de la crisis. Gracias al euro, los griegos se beneficiaron durante mucho tiempo de tasas de interés muy bajas para endeudarse. A la hora de pagar las cuentas, luego de la crisis subprime, la verdad de una deuda exorbitante salió a la luz. Los drásticos planes de rigor impuestos por Bruselas podrán ser muy moralizantes, pero son perfectamente inútiles, pues una economía muerta no puede pagar ninguna deuda. La responsabilidad de la crisis no es tanto de los griegos, como de quienes  aceptaron su ingreso a la zona sabiendo que no podrían cumplir con ciertos requisitos mínimos. Y si queremos ir más lejos, la responsabilidad es de quienes, en los años 80, diseñaron una moneda común sin prever mecanismos efectivos de integración y de armonización. Podrá gustar más o menos, pero es un hecho que la rigidez del euro, que sigue el modelo del marco alemán, se hace insoportable para las economías del sur (y si mañana la crisis española se agrava, el caso griego pasará a ser anecdótico). Por eso llama tanto la atención la ceguera de los dirigentes europeos, que siguen pensando que basta que los griegos “cumplan sus compromisos” para que todo siga en regla, como Ángela Merkel suele decir. Los líderes del Viejo Mundo se niegan a ver la profundidad de la crisis porque no quieren admitir que la Europa que soñaron Mitterrand y Kohl fracasó o, en el mejor de los casos, se agotó.

Si alguien tiene dudas respecto de esto último, no hay más que ver cómo ha subido el tono del debate franco-alemán. El presidente francés, en un gesto inédito, recibió a dirigentes de la socialdemocracia alemana con el objeto de aislar a la canciller. Hollande pasó así a la ofensiva, multiplicando las iniciativas para obligar a Merkel a ceder sobre el punto central de la discusión: la mutualización de la deuda. La réplica no se hizo esperar: dejando de lado su diplomacia habitual, Merkel dijo claramente que la tesis de Hollande implica “la mediocridad”, y agregó a renglón seguido que el problema actual es la diferencia creciente entre las economías francesa y alemana, y precisó que Alemania es actualmente “el polo de estabilidad y crecimiento en Europa”. Las palabras son durísimas, y marcan un cambio de tono que debe ser bien leído. Merkel se sabe en posición de fuerza para imponer su punto de vista, y Hollande cuenta con pocos argumentos frente a esa realidad ni la mayoría parlamentaria ni los enormes poderes del presidente francés le son de gran ayuda. No habrá entonces política de crecimiento sin antes un salto federal que permita controlar el presupuesto de cada miembro de la Unión. El problema es que no hay agua en esa piscina, y pocos están dispuestos a seguir cediendo soberanía. Y ni hablar de democracia: cualquier referéndum sobre la materia sería un suicidio político. Para peor, el tiempo juega en contra: mientras más tiempo pasa sin decisiones de fondo, la crisis del euro no podrá sino agravarse. A medio camino entre la nación y la federación, Europa está en la incómoda posición de acumular las desventajas de ambas formas políticas sin obtener ninguno de sus beneficios.

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