Por José Manuel Simián Junio 21, 2012

Hace algunos meses, durante un debate, Mitt Romney dijo que su solución para el problema de la inmigración ilegal a Estados Unidos era dejar que buena parte de esos 11 millones de personas se “autodeportaran” - hacerles la vida tan difícil que prefirieran volverse a sus países-. Corría enero y la carrera presidencial estadounidense era una competencia entre los precandidatos republicanos por ver quién era el más duro, el más hábil para capturar el voto de esos conservadores que se molestan en desafiar el frío para ir a votar en una primaria.

Pero incluso entonces, la declaración de Romney fue recibida con risas desde todas las esquinas. Una cosa era mezclar frialdad y pragmatismo extremos y otra pensar que un problema tan complejo podía resolverse de una manera tan bruta. Por un lado, es evidente que todas esas personas ya han sorteado muchísimas trabas para instalarse definitivamente en este país y podrían sortear muchas más. Por otra parte, hasta el más tozudo de los republicanos sabe -aunque nunca vaya a reconocerlo- que la única solución real a la cuestión migratoria es ofrecerles caminos para regularizar su situación.

Resuelta la trifulca de las primarias, el ambiente político era muy distinto. Romney no había vuelto a mencionar su famosa idea -que hoy ni siquiera aparece en su sitio de campaña- y el asunto migratorio estaba más bien en segundo plano frente a los problemas económicos. Pero cuando el viernes pasado el presidente Obama anunció su intención de suspender las deportaciones y permitir permisos de trabajo para hijos de inmigrantes ilegales que cumplieran ciertos requisitos (menores de 31 años y con estudios de secundaria o haber servido en el ejército, para comenzar), todo cambió. La medida -que beneficiaría a unos 800.000 indocumentados- fue una suerte de implementación por la vía ejecutiva del Dream Act, un proyecto de ley que ha sido presentado repetidas veces al Congreso desde 2001 para terminar siempre bloqueado por los republicanos.

La decisión de Obama fue sorprendente en varios sentidos. Por una parte, a pesar de sus eternas promesas de impulsar una reforma migratoria, el mandatario había roto un récord presidencial al deportar a más de un millón de personas en sus tres primeros años en el poder. Por otra, marca un cambio de timón en su mandato, donde el que había comenzado como un presidente capaz de llevarse el mundo por delante había mutado silenciosamente a un político castrado por las jugarretas de la oposición. El Obama que anunció que no necesitaba del Congreso para cambiar el país parecía una persona distinta, alguien más convencido de lo que estaba haciendo de lo que se le había visto en largo tiempo.

Por supuesto que nada es totalmente diáfano en política: la decisión de Obama es también una gran jugada política que puso a Romney y todo el Partido Republicano en una encrucijada: oponerse podría enajenar a los votantes de centro y los obligaría a proponer una alternativa razonable al tema migratorio; defenderla dejaría en evidencia que su reticencia a apoyar  el Dream Act en el Congreso fue un simple sabotaje.

De pronto, Romney pasó de ser el político con suerte que enfrentaba a un presidente debilitado a un tipo incapaz de adoptar una postura clara frente a lo que acaba de hacer un mandatario envalentonado. Y el país -votantes, indocumentados e indecisos- está mirando.

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