Por José Manuel Simián, desde Nueva York Junio 8, 2012

Michael Bloomberg es un líder que, para bien y para mal, ha dejado claro que no cree necesitar pedirle permiso a nadie para hacer lo que estima correcto. Influyen en esa actitud el que sea un hombre tan rico que pudo autofinanciarse sus tres campañas por la Alcaldía (la revista Forbes lo considera el duodécimo millonario del país), y también que ya no pueda volver a postularse al cargo.

Así fue como en 2002 promulgó contra viento y marea la prohibición de fumar en bares y restaurantes y, más tarde, cuando la medida había generado un sólido apoyo, la extendió a parques y playas. Pero la famosa barrida contra el cigarrillo es sólo una de las iniciativas de salud impulsadas por Bloomberg en sus 10 años al mando. Muchas otras medidas -como la prohibición de grasas saturadas artificiales en restaurantes o el exigir a las cadenas de comida publicar las calorías de sus platos- apuntaban a un problema que considera mucho más grave: la obesidad, enfermedad que afecta a 22% de los neoyorquinos adultos, mientras otro 34% tiene sobrepeso.

Fue en ese contexto que la semana pasada Bloomberg anunció la prohibición que impondría en 2013 de vender bebidas azucaradas en contenedores de más de 16 onzas (poco menos de medio litro). Y cuando lo hizo, la opinión pública mostró fracturas desconocidas.  Muchos que habían apoyado las normas de salud del alcalde, rompieron filas, partiendo por el New York Times, que en un editorial dijo que la prohibición había ido demasiado lejos. El editor del Business Insider fue más directo: “Querido alcalde: Yo voté por usted. ¿Cuándo se volvió loco?”.

Pero a Bloomberg -ya está dicho- no le afecta demasiado la oposición, ni provocaciones como el anuncio que un grupo de interés publicó en el New York Times, mostrando al alcalde convertido en una “nana” gigante que vigilaba a los ciudadanos desde las alturas. (Bajo el pretexto de referirse al nanny state, el anuncio hacía una poco sutil referencia a la caricatura de la “madre judía”, recordando al cortometraje Oedipus Wrecks de Woody Allen).

El viernes pasado, en televisión nacional, Bloomberg enfatizó que no le estaba limitando a nadie la posibilidad de tomar toda la bebida que se le antojara, sino simplemente usando su poder para “explicar que si toman un poco menos, vivirán más”. De hecho, casi como si las acusaciones de atentar contra las libertades individuales lo hubieran acicateado, pocas horas después revirtió una de sus políticas criminales para apoyar la propuesta del gobernador de Nueva York de despenalizar la posesión de pequeñas cantidades de marihuana.

Se trataba, claro, de una decisión que tenía más que ver con estrategias policiales que con un apoyo al derecho a consumir marihuana, pero era imposible no leer entre ambos hechos una declaración que nunca antes despertó tantas pasiones: el azúcar puede ser una droga muy peligrosa.

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