Por Mayo 31, 2012

Puede decirse que el gran mérito de la campaña presidencial de François Hollande fue haber convocado en torno a su persona a todos aquellos que, por distintos motivos, querían ver a Sarkozy fuera del poder. El socialista fue un maestro en el arte de encarnar un rechazo más que un proyecto, y por eso aun electo no deja pasar ocasión de marcar las diferencias: en la ceremonia de cambio de mando se permitió gestos poco amables para con su predecesor y en su primera entrevista televisiva habló mucho de él. Con todo, la mera diferencia no constituye un programa, y Hollande parece a ratos un poco extraviado, como si ya hubiera cumplido su objetivo principal. Un poco por lo mismo, hay que leer con sumo cuidado la presidencial francesa. Muchos “comentadores” se han apurado en celebrar el retorno de la izquierda al poder, y tienen algo de razón. Pero hay un movimiento exactamente inverso que es mucho más profundo: Francia está virando hacia la derecha, y bruscamente. Las aguas no serán tranquilas para el nuevo presidente.

Naturalmente, el contexto no le facilita las cosas: el margen de acción de Hollande es prácticamente nulo, y muchas de sus promesas no podrán ser cumplidas. En este plano, la imitación a Mitterrand -cuyo primer gobierno partió con un aumento brutal del gasto público- es simplemente impensable. El primer Mitterrand todavía conservaba la ilusión romántica de cambiar el mundo, mientras que Hollande es un moderado por donde se le mire. Por eso, el gallito que lo enfrenta a Ángela Merkel tiene más de efectista que de efectivo. Es cierto que Hollande quisiera que la Unión Europea pusiera más atención en el crecimiento y que el Banco Central Europeo permitiera algo de inflación para posibilitar un respiro a las economías del sur. También es cierto que Merkel, en función de sus malos resultados electorales y de la crisis griega, se muestra dispuesta a transar en algunos aspectos. Pero en lo esencial, la posición germana no ha variado ni un milímetro, y Merkel la reafirmó hace pocos días bajo la ovación de sus parlamentarios: el crecimiento generado con deuda es ilusorio, y no habrá plan de crecimiento sin reformas estructurales.

El desafío de Hollande es persuadir a sus vecinos y tratar de mover las líneas. Pero la tarea no es fácil, y de hecho su propuesta de mutualizar la deuda emitiendo bonos europeos fue rechazada por los alemanes. En rigor, la crisis europea tiene mucho de trágica en cuanto no tiene solución: la deuda es un camino sin salida, y la austeridad no permite pagar las deudas. Para peor, Europa ni siquiera puede aliviar con inflación los síntomas más dolorosos. El espacio para jugar es mínimo, y Hollande sólo busca introducir un poco de voluntarismo allí donde reina la tecnocracia de Bruselas. La ironía de la historia es que Sarkozy intentó lo mismo hace algunos años: todas las discusiones que Hollande va a emprender, Sarkozy ya las tuvo y sin éxito. Es cierto que el escenario ha cambiado (y puede seguir cambiando si Grecia sale de la Zona Euro), pero Francia no está en situación de imponer cambios sustanciales en las reglas del juego: el voluntarismo de Hollande corre el riesgo de ser tan vano como el de Sarkozy. Y aunque las instituciones europeas se han convertido en una trampa mortal para Francia, Hollande jamás patearía el tablero porque, en el fondo, es mucho más europeo que socialista.

Así, el pretendido socialismo del siglo XXI deberá construirse sin dinero para gastar, sin moneda que devaluar y bajo estricto control germano. Luego de la derrota de 1870 en la guerra franco-prusiana, el embajador inglés en Francia escribía a Londres: “Es inútil hablar con París. Las decisiones francesas más importantes se toman en Berlín”. La desventura de Hollande es justamente que puede terminar repitiendo la historia, esta vez sin necesidad de guerra: mientras más tarde Francia emprenda sus reformas estructurales, más tendrá que someterse a los designios de sus vecinos.

Relacionados