Por Daniel Mansuy Febrero 2, 2012

Aunque faltan sólo once semanas para la elección presidencial, Nicolás Sarkozy aún no confirma oficialmente su candidatura. Un poco como François Mitterrand en 1988, el presidente galo quiere retardar lo más posible el inicio de la campaña para mantener cierta superioridad. Hay, eso sí, un detalle: el mandatario socialista era un maestro del suspenso, mientras que en Sarkozy la majestad es un poco impostada. De hecho, nadie duda de su decisión. Es incluso una cuestión de temperamento: Sarkozy prefiere una derrota antes que pasar por pusilánime.

Sin embargo, la estrategia tiene riesgos. Por un lado, el candidato socialista, François Hollande, le lleva una buena ventaja en las encuestas, y no se entendería que se revirtera la tendencia en una campaña muy corta (Hollande no baja de 30 puntos, mientras Sarkozy apenas supera los 20). Además, el presidente en ejercicio tiene la difícil tarea de conjugar su rol de jefe de Estado con el de candidato-no-declarado, y esa ambigüedad es un arma de doble filo. Pero lo más complicado es que Sarkozy, que es un político que siempre ha jugado con las cartas sobre le mesa, se ve obligado a fingir, a atacar de modo lateral, y ése no es su mejor registro. El presidente francés es un animal de campaña y se le nota incómodo en su nuevo rol, donde tiene que hacer campaña sin decirlo. Hollande, por su parte, sólo espera pues sabe que el reloj corre a su favor. Es cierto que el  socialista no despierta pasiones ni enciende las multitudes, pero ha mostrado una perseverancia digna de elogio: enfrentó a Strauss-Kahn antes del affaire Sofitel de Nueva York, venció luego a la jefa del partido en primarias abiertas, y en seguida ha logrado elaborar un discurso más o menos creíble. Con todo, su fortaleza es también su defecto: hasta ahora, la elección no la va ganando el socialista, sino que la está perdiendo Sarkozy, y es al menos dudoso que algo así baste para gobernar Francia.

Pero los problemas de Sarkozy no se acaban con Hollande, pues también tiene contendores que le respiran en la nuca, amenazando su presencia en una eventual segunda vuelta. Marine Le Pen, la nueva líder de la extrema derecha, marca entre 17 y 20% en intenciones de voto. Si el 21 de abril de 2002 el padre le amargó la tarde -y la vida- a Lionel Jospin, este año la hija podría hacer lo propio con Nicolás Sarkozy. La paradoja es que en 2007 Sarkozy había logrado reducir la votación del Frente Nacional, pero su estrategia se le devolvió como un boomerang: de tanto inclinarse a su derecha, terminó legitimando el discurso de la derecha más dura. Un poco más atrás, en posición expectante, se encuentra François Bayrou, el centrista que ronda el 14% en los sondeos. Bayrou llegó tercero el 2007, y tiene tal seguridad en su propio destino que es difícil saber si pertenece al club de los elegidos o simplemente al de los ridículos. En cualquier caso, si pasa a segunda vuelta tiene la presidencia en el bolsillo: en un duelo uno a uno le gana a cualquiera.

Nada de esto sería tan grave para Sarkozy si al menos pudiera dar con el tono adecuado: el brillante candidato del 2007 se ha convertido en un pálido remedo de sí mismo. Si antes encandilaba con su energía, hoy su activismo cansa y aburre; si antes sus promesas parecían respaldadas por una voluntad de hierro, hoy sus frases hechas ya no surten el menor efecto: Sarkozy se gastó, se usó y no supo responder a las expectativas que él mismo había generado. Puede decirse de los franceses lo mismo que Alberto Edwards decía de los chilenos en 1912, a propósito de Pedro Montt: en 2007, cuando eligieron a Sarkozy, eran más felices que hoy; entonces creían en un hombre, y hoy ya no creen en ninguno. Es, si se quiere, la tragedia del cazador cazado en su propia trampa, o la tragedia de Sarkozy.

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