Por Daniel Matamala Enero 5, 2012

En 1972, cuando volvió por primera vez a Argentina, tras 17 años de exilio, Juan Domingo Perón analizó el electorado en una conferencia de prensa. "Un tercio son conservadores, un tercio socialistas, un tercio radicales", describió. Confundidos, los periodistas se miraron entre sí. "¿Y los peronistas?", preguntó al fin uno. "Ah, no", respondió el general. "Peronistas somos todos".

Era cierto. Durante la forzada ausencia de su líder, el peronismo había logrado lo imposible: convertirse en un paraguas capaz de agrupar a todos los argentinos bajo el mito de un pasado brillante y la promesa de un futuro esplendor. Había un Perón para cada uno. Para los obreros, el héroe que había liderado las reformas sociales. Para la derecha, el general anticomunista que había establecido el orden y el progreso con mano de hierro. Para los marxistas, el revolucionario que había dignificado a los descamisados. Para los fascistas, el admirador de Mussolini que pasaba su exilio como protegido de Franco. Para los progresistas, el presidente que dio derecho a voto a la mujer y fue excomulgado por la Iglesia Católica.

La insurgencia marxista (los Montoneros) se declaraba peronista. La insurgencia fascista (los Tacuaras) se declaraba peronista. Peronistas somos todos.

La frase calza perfecto con la última encuesta CEP: 82% de percepción positiva de la ex presidenta Bachelet. 5% de percepción negativa. Rozando la unanimidad y estableciendo nuevos récords. ¿Qué líder es desaprobado por apenas uno de cada veinte ciudadanos? Sin contar el ficticio apoyo a los "amados líderes" de las dictaduras del mundo, la respuesta es que muy pocos. Y ahí está la clave, con las obvias prevenciones del caso (el Chile democrático de hoy versus la Argentina dictatorial de los sesenta, una ex presidenta que cree en las instituciones versus un general populista). Tal como en la Argentina que añoraba al peronismo, la virtual unanimidad no es para un líder, sino para un símbolo.

Bacheletistas somos todos.  Porque en el pasado brillante y en el futuro esplendor del bacheletismo hay un espacio para cada uno. Un bacheletismo a la carta.

Elija: el recuerdo de un manejo económico responsable que resistía las presiones populistas. Que enfrentó la revolución pingüina sin cambiar el modelo educacional. Que legitimó el sistema previsional sin afectar a las AFP. El bacheletismo liberal, garantía de paz social sin satanizar el lucro ni destruir el emprendimiento privado.

Elija: la presidenta que multiplicó las salas cuna, mejoró las jubilaciones y enfrentó la crisis con bonos directos para los más pobres. El bacheletismo maternal, garantía de protección para un país que cuida a sus hijos y asiste a los más necesitados.

Elija: el gobierno de la gran reforma previsional,  que derogó la LOCE. El bacheletismo revolucionario, garantía de cambios estructurales que ahora, libre de los amarres de su primer mandato, acabará con la era neoliberal.

Pero este bacheletismo a la carta, transversal y unánime, sólo se sostiene al margen del liderazgo, desde la distancia física, el silencio habitual y las respuestas genéricas frente a los grandes temas, como las enunciadas por Bachelet esta semana.

¿"Fortalecer la educación pública" discriminando a los colegios subvencionados que la mayoría de los padres prefieren? ¿Implementar una "reforma tributaria de verdad" aun a riesgo de afectar el crecimiento económico y el empleo? ¿"Cambiar el sistema político" enfrentando los costos y las incertidumbres de la reforma?

Todas ésas son respuestas para un líder. Respuestas que significan definirse en los detalles, conformar a algunos y desilusionar a otros. Enfrentar presiones corporativas. Levantar oposiciones. En suma: pasar del simbolismo al liderazgo. Una etapa en que ya no todos podrán ser bacheletistas.

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