Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Diciembre 1, 2011

El mocito es una película importante: pocas obras chilenas son capaces de penetrar en la historia de Chile como el filme de Marcela Said y Jean de Certau lo hace. No lo digo al azar; acá desde los primeros minutos (donde el protagonista mata de un golpe a un conejo) el espectador se enfrenta al perfil de un personaje inverosímil, pero no por ello menos pavoroso. La historia, las viñetas de la vida de Jorgelino Vergara, quien fuera un empleado encargado del servicio doméstico de una casa de tortura de la DINA, son chocantes en su extraña familiaridad (los parientes que se avergüenzan de él, la hija que apenas lo ve, los vecinos que lo consideran un chanta), pero en cuyo contrapunto están los escombros de un secreto, la parodia de una amenaza.

Con ello, El mocito describe un mundo que queda en el intersticio del poder, en la sombra de la violencia y que es una parodia del terror: la vida íntima de los torturadores, lo que queda de humanidad cuando la violencia que ejercen sobre los cuerpos de sus víctimas se acaba. De este modo, las escenas más terribles del filme de Said y De Certau son justamente aquellas donde lo imposible se toma la pantalla: el protagonista pidiendo una indemnización a un abogado de derechos humanos; la conversación con su ex jefe de la DINA donde le dice que aquellos asesinos con los que trabajaba fueron unos padres y unas madres para él, la escena donde un Jorgelino borracho se afeita y le habla a su reflejo en el espejo imaginándose a sí mismo como un héroe. Hay una comedia ahí. Una comedia negra que no alcanza a hacer aparecer una sonrisa porque el asco o el miedo invaden la pantalla. Porque la monstruosidad de Jorgelino es justamente aquello que no sabe describir ni recordar, que disfraza en lenguaje hipercorregido, y que reaparece en los movimientos de su cuerpo, acechando detrás de cada gesto suyo.

Aquellos gestos, más que devolvernos al pasado, nos remiten al presente. La misma semana en que la cadena Movieland suspendió la exhibición de El mocito aduciendo razones al menos discutibles (el estreno simultáneo de la película en DVD), el show impresentable de Krassnoff y el alcalde Labbé demostró cuán presentes seguían nuestros monstruos en un imaginario que juraba haberlos encerrado donde correspondía. Ahí, El mocito aporta otro matiz a esa discusión, el de la descripción de la geografía de un país olvidado, de ese Chile que aparece en las cantinas y fuentes de soda donde Jorgelino fuma en la barra y los borrachos bailan solos, en las iglesias evangélicas donde reza mientras los acólitos caen en éxtasis, en esas mediaguas donde vive con lo puesto, en los caminos de la provincia donde avanza como una sombra.

En esos momentos el territorio pierde toda cercanía y se convierte en una amenaza. El campo se nos presenta como un territorio de caza y la luz de la mañana ilumina los ángulos torcidos del hombre ensayando los golpes de linchaco. En la cinta, los bares de la provincia se vuelven una versión del purgatorio. Un purgatorio chileno, lleno de ciudadanos que han quedado fuera de la historia, perdidos en un limbo donde las palabras no dicen nada y ellos son simplemente fantasmas que actúan mecánicamente, repitiendo los remedos de las rutinas que les dieron alguna vez sentido a sus vidas. Todos, demonios tratando de cazar algo parecido a una identidad porque ese olvido en el que han caído es su versión del infierno. Así, El mocito es una película que recuerda a "The hollow men", aquel viejo poema de T.S. Eliot; una película sobre "contornos sin forma, sombras sin color, / fuerza paralizada, ademán inmóvil"; sobre "aquellos que han cruzado / con los ojos fijos, al otro Reino de la muerte (…) no como almas violentas y perdidas/ sino, tan sólo, como hombres huecos".

Relacionados