Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Noviembre 17, 2011

No quería escribir esto. No me gusta escribir esto. Pero lo hago, ordeno los hechos, trato de entenderlos: el miércoles en la mañana encontraron muerta a Pilar Donoso en su departamento de Providencia. Tenía 44 años, la puerta de su habitación estaba cerrada, se habla de la ingesta de pastillas. Pilar Donoso era la hija de José Donoso y hace dos años, por estas mismas fechas publicó Correr el tupido velo, un libro inclasificable, donde cosía los diarios de su padre y su madre a sus propios recuerdos. Aquel libro era una obra devastadora, una forma de poder procesar el singular infierno que puede llegar a ser una familia chilena.

Escribí sobre Correr el tupido velo en esta misma revista cuando salió. Le puse a esa columna "Sacar la basura" porque creí que lo que hacía Pilar Donoso era eso, abrir la casa, limpiar las piezas, tomar posesión del lugar. Tenía sentido, el libro mostraba a un José Donoso intolerable, un monstruo salido de sus libros y nosotros, los lectores, debíamos hacernos cargo de él, releerlo, sacarlo del pedestal y encargarnos de una vez por todas de él.

No sé si sucedió. No sé si lo hicimos.

Al final de una columna, Jorge Edwards escribió del libro refiriéndose a su autora como "Pilarcita" y diciendo que no era una escritora profesional. Edwards quedaba pésimo en Correr el tupido velo y en esa nominación diminutiva estaba un ajuste de cuentas más bien patético, pero también estaba concentrada una lectura posible de lo que significaba el volumen, de su vértigo, su peligro y su necesidad. Al lado de lo que escribió Pilar Donoso, de cómo sacó las tripas y bailó con sus fantasmas, todo lo que podía decir Edwards era fútil y vacuo y lucía como puro pavoneo.

En ese gesto de Edwards estaba todo lo que me parece despreciable de la literatura chilena. Porque la valentía de Pilar Donoso no radicó sólo en sacar a la luz los fantasmas de su familia sino que en decir que al lado de sus propios espectros la literatura valía bien poco.

Lo mejor de Correr el tupido velo  es que su moraleja -o por lo menos, la que yo entendí- era sugerir que el gran arte de la novela era sólo un espasmo de la vanidad, una fantasmagoría sin valor real.

Por supuesto, ahora el libro se va a convertir en otra cosa. Todos correrán a buscar ahí, en esa intimidad asfixiada, las claves de lo que pasó con ella, van a tratar de explicarla a partir de esa memoria congelada que llega a ser su libro, de esos secretos que sacó a la luz. Pero quizás eso es demasiado fácil, se puede leer como un cliché, se puede describir como un arco narrativo perfecto.

Alguien dirá: la vida es literaria, la vida parece una novela. Pero no lo es. Pilar Donoso nos enseñó lo contrario y quizás tenemos que agradecerle por eso, por aquella valentía. La única vez que la vi, en una cena, se lo dije. Por eso, prefiero pensar su muerte como un gesto opaco, algo que no enlaza con nada. Prefiero evitar explicarla, atar los cabos sueltos. Por el contrario, habría que devolverla a la privacidad de su propia tragedia pues quizás había escrito  Correr el tupido velo para eso, para ganar ese espacio a solas, para respirar un aire que sólo le perteneciera a ella.

Prefiero pensar en esto: una mujer muere en Providencia. Ninguna ficción puede ni tiene nada que decir de aquello.

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