Por José Manuel Simián Octubre 20, 2011

El plan original de los manifestantes del movimiento Occupy Wall Street era acampar en las inmediaciones del famoso y emblemático edificio de la bolsa de valores de Nueva York, pero la policía se los impidió. Provisionalmente decidieron quedarse en el Parque Zuccotti, ubicado un par de cuadras al norte de ahí. Lo que no está del todo claro es si sabían que con ello estaban haciendo una jugada maestra.

Los 3.100 metros cuadrados del Parque Zuccotti -un rectángulo cubierto de granito, árboles y un par de esculturas- no son ni una plaza pública ni un recinto privado, sino algo intermedio. Se trata de uno de los 503 "espacios públicos de propiedad privada" que existen en la ciudad de Nueva York, cedidos a privados a cambio de beneficios para sus proyectos inmobiliarios. Ello sujeta al  Zuccotti a reglas especiales: no le afecta el toque de queda de la 1.00 a.m. que se aplica a los parques de la ciudad, debiendo permanecer abierto las 24 horas, mientras que su limpieza y administración le competen a su propietaria, la corredora de bienes raíces Brookfield.

Al ser compartidas las responsabilidades, nadie quiso originalmente echar de ahí a los jóvenes idealistas, por temor a gatillar un enfrentamiento que podía ser sangriento. Y antes de que alguien tomara una decisión, los ocupantes echaron raíces: no sólo llegaron más manifestantes a vivir al parque, sino que también instalaron una cocina, un centro de prensa, una torre de Wi-Fi y lugares de recolección de donaciones en dinero, ropa y comida. A medida que pasaban los días, el escepticismo inicial frente a su ocupación se transformaba en apoyo, no sólo de parte de algunos políticos y figuras públicas con tendencias de izquierda (Naomi Klein, Slavoj Zizek, Kanye West, Susan Sarandon, Tim Robbins) sino también de medios emparentados con el poder.

En una inspirada columna, el comentarista político de la revista New Yorker Hendrik Hertzberg dijo que, a pesar de todas las incertidumbres que exhibía el incipiente movimiento, era un motivo de esperanza para Main Street, la supuesta "calle principal" del pueblo con que los estadounidenses se refieren al Estados Unidos real-todo lo que no es Wall Street-. Y en una editorial, el New York Times les restó valor a quienes criticaban a los ocupantes por no tener demandas específicas. Según el periódico, "el expresar públicamente el descontento es un fin legítimo e importante en sí mismo", y estos ocupantes serían "la primera línea de defensa en contra de que Wall Street regrese a hábitos que arrojaron al país a una crisis económica de la que todavía no se repone". Ambos medios, tantas veces acusados de elitismo, ahora no estaban solos: una encuesta dada a conocer esta semana indicaba que los neoyorquinos apoyan las demandas por un margen de 3 a 1.

Así las cosas, cuando la semana pasada Brookfield alegó preocupaciones sanitarias para intentar desalojar a sus indeseados huéspedes, la oposición a la medida se les hizo insostenible. La orden fue cancelada la madrugada del viernes, pocos minutos antes de que la policía comenzara a usar la fuerza contra un grupo que no temía ser arrestado.

Y en medio del tira y afloja, el hombre más poderoso de Nueva York, el alcalde Michael Bloomberg, ha logrado mantenerse más o menos al margen del conflicto. Si bien podría haber usado sus propios poderes para el desalojo, su inteligencia política lo llevó a tomar una saludable distancia. Mal que mal, este político -que primero se había convertido en uno de los hombres más ricos de Estados Unidos gracias a Wall Street- siempre ha gobernado la ciudad de Nueva York como un pueblo chico cuyos sucesos repercuten en el resto del planeta.

En un principio la estrategia de Bloomberg  fue esperar a que el frío y la nieve que comenzarían a llegar en noviembre se encargaran de dispersar a los manifestantes. Pero a comienzos de esta semana, cuando se cumplió un mes de la toma y constató que su fuerza crecía día a día, se vio obligado a reafirmar su compromiso con los derechos de reunión y expresión que la Constitución les garantiza a los campistas urbanos.

Y mientras las cosas sigan así -Michael Bloomberg como una suerte de gigante generoso que deja que los manifestantes sueñen con cambiar el mundo- los límites del Parque Zuccotti quizás sigan pareciéndonos, como en estos últimos días, una versión tangible del infinito.

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