Por José Manuel Simián, desde Nueva Orleans Mayo 26, 2011

El día en que, según un predicador californiano, el mundo se iba a acabar, nadie parecía demasiado preocupado en Nueva Orleans. Sólo un cantante callejero de poca monta aprovechaba para pedir unas monedas para poder estar borracho antes de la resaca final y luego reír ante su ocurrencia. El resto de la gente -residentes, buscavidas y turistas- siguió como si nada, porque en esta ciudad el mundo se acaba y comienza un poco todos los días. Se acabó varias veces desde su fundación a causa de inundaciones y tormentas, y bien pudo volver a hacerlo esa misma semana, pero por una razón completamente terrenal: el crecidísimo Mississippi amenazó con cantar su canción sobre la ciudad crecida por debajo de su superficie.

Pero el último fin, el del huracán Katrina en 2005, era demasiado reciente y el gobierno decidió abrir parte de las compuertas del complejo sistema hídrico que rodea a la ciudad, dejando que se inundaran, en cambio, otras partes de Louisiana.

Y así fue como el mundo no se acabó en Nueva Orleans. Los turistas siguieron emborrachándose por las calles del French Quarter (una ley local permite el consumo de alcohol en la calle si está en el recipiente correcto), mientras los locales lograban -sin esforzarse demasiado- seguirles chupando su dinero.

La ciudad siguió en un infierno pegajoso que huele a flores y tabaco, mientras en sus mesas y restaurantes -como suele hacerse en todo el estado- se hablaba de la comida siguiente mientras todavía no se extinguía la que humeaba en los platos. De todas las rejas, balcones y cables eléctricos siguieron colgando los collares plásticos arrojados en el último carnaval de Mardi Gras, mientras los barcos seguían tranquilamente su curso por el río un poco más arriba de los techos de las casas, recordándonos con ello que en Nueva Orleans el peligro es una forma de vida, y que la ciudad morirá y resucitará tantas veces como porfía tengan sus habitantes.

La mejor prueba de ello podía verse en uno de los barrios por el cual el agua pasó en 2005. Junto al Bayou St. John -un canal que entra desde el lago Pontchartrain hasta casi el corazón de la ciudad-, se celebraba el Mid-City Bayou Boogaloo, un festival gratuito de música creado tras Katrina por un ex militar convertido en empresario musical, Jared Zeller.

Ahí, a poca distancia del barrio de Tremé (ahora célebre gracias a la serie de HBO, que hace pocas semanas estrenó su segunda temporada), mientras la gente remaba sin apuro por el canal en botes provistos de cubetas repletas de cerveza, sobre los escenarios podía escucharse al trombonista Delfeayo Marsalis rendirle simultáneo tributo a Duke Ellington y Shakespeare (ver su disco Sweet Thunder), o al sexteto Flow Tribe convertir el clásico local "Iko Iko" en un complicado batido de funk y hip hop, mientras algunos de los asistentes de las primeras filas se acoplaban a la orquesta con panderetas y palmas sin perder un solo compás.

Y mientras se escribían estas líneas, el charlatán predicador volvía a ajustar su cálculo del Juicio Final en apenas unos meses, haciendo su nuevo fracaso tan predecible como el hecho de que cuando ese final llegue, en esta ciudad en que hasta los funerales terminan en baile, lo invitarán a pasar para que la fiesta siga adelante.

Relacionados