Por Abril 7, 2011

La decisión de prohibir los partidos de la Universidad de Chile y Colo Colo en San Carlos de Apoquindo desató la furia de dirigentes y fanáticos del fútbol, que calificaron la medida como un acto discriminador y clasista. En rigor, la disposición municipal buscaba evitar los destrozos que usualmente generan las barras bravas de ambos equipos y que perjudican a los vecinos y los hinchas que quieren disfrutar del espectáculo. Esta situación se arrastra por años y ha motivado que muchos residentes hayan solicitado que el estadio salga del barrio, lo que probablemente terminará ocurriendo.

Por supuesto, esta realidad no es exclusiva de San Carlos de Apoquindo. En Chile, la mayoría de los estadios se emplazan en zonas densamente pobladas. El Nacional es el mejor ejemplo: a diez cuadras viven 42.000 ñuñoínos que triplican la población que habita en el mismo radio en San Carlos de Apoquindo. Lo mismo ocurre con los 39.000 habitantes de Independencia y Recoleta que rodean el Estadio Santa Laura. De seguro todos han sufrido las externalidades que generan los partidos de "alto riesgo". La diferencia es que sus vecinos tienen menos poder para detenerlos, lo que permite entender, en parte, la acusación de clasismo en esta discusión.

Sin embargo, el problema va por otro lado. La culpa no es de los alcaldes que logran sacar a los equipos "grandes" de sus barrios, sino de aquellos que directa o tangencialmente son responsables de haber transformado a los estadios en focos de violencia y deterioro urbano. Los dirigentes ocupan un lugar bien destacado en esta lista. Son ellos quienes se ufanan de financiar las barras bravas (como lo reconoció sin arrugarse el presidente de Colo Colo); o quienes regalan entradas para movilizar a sus hinchas y luego se desentienden cuando una fracción de ellos arrasa con paraderos, áreas verdes y cuanto mobiliario urbano se les cruza en el camino, como ocurrió el fin de semana pasado en el Estadio Santa Laura. En Europa, este problema se solucionó empadronando a los barristas, expulsando a los matones y ejerciendo un férreo control al interior de los estadios. En parte por ello muchos estadios se transformaron en verdaderos hitos de promoción turística como el Bernabéu de Madrid, el Nou Camp de Barcelona o el estadio de los Yankees de Nueva York. Esto permite concluir que la solución no es demoler estadios ni trasladarlos hacia sectores descampados. Menos radicarlos en comunas populares, donde los vecinos tienen micrófonos más pequeños para alegar.

La única salida es eliminar a las barras bravas. Un primer paso podría ser que los dirigentes respondieran con su patrimonio ante los destrozos generados por sus "regalones". Esto, sumado a una aplicación de la Ley de Violencia en los Estadios, permitiría que los vecinos de San Carlos, Ñuñoa o Independencia puedan convivir con estos equipamientos sin arriesgar su patrimonio ni su calidad de vida. Hasta que aquello ocurra, sus reclamos son totalmente comprensibles y los alegatos de los dirigentes sencillamente impresentables.

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