Por Gonzalo Maier Abril 23, 2010

Cuando las primeras imágenes del impronunciable volcán Eyjafjalla, en Islandia, empezaron a volar como ceniza por los televisores europeos, las grandes cadenas de buses, relegadas por décadas a los intrépidos mochileros y a los inmigrantes dispuestos a ahorrar hasta el más mínimo euro, se frotaron alegremente las manos. La ecuación era obvia: sin aviones en los cielos y con los trenes prácticamente colapsados, el reinado de los buses estaba repentinamente de vuelta.

El diccionario no escrito de la carretera europea dice que la reputación de los buses en este lado del mundo es desastrosa. Lejos de esa carretera romántica y aventurera tallada a mano por escritores como Jack Kerouac o por road movies como "Busco mi destino", su versión europea a ratos parece tomada de una película de los hermanos Dardenne. Buses hediondos, baños sin ventilación, gente enojada, terminales improvisados, conductores que sólo hablan en algún dialecto marciano, y eso de día. Porque de noche siempre puede ser peor.

Quizá por lo mismo, la cara más visible de un volcán que echa humo al norte del planeta no sea la postal con la fumarola negra saliendo de Islandia, sino Lionel Messi, el 10 del Barcelona, subiéndose a un bus, tal como sus compañeros, con una almohada en la mano y con los mil kilómetros que lo separaban de Milán por delante.

Es que para horror de los turistas, y para alegría de compañías como Eurolines -el inequívoco líder en transporte terrestre-, buena parte de Europa estaba a punto de terminar las vacaciones de Semana Santa cuando el volcán empezó a echar humo. Miles de ingenuos viajeros estaban cerrando sus maletas o devolviendo las llaves en la recepción del hotel cuando los aeropuertos bajaron la cortina. De ahí en más, el resto fue incertidumbre y un cambio en el paisaje. Si antes las carreteras estaban plagadas de camiones con patentes de cualquier país y choferes con cara de pocos amigos, de un momento a otro los buses y los turistas -ahora con una cara de dos metros- aparecieron como polillas alrededor de las carreteras.

En el curioso arte de echar a perder las vacaciones, los números no sirven de mucho. Decir, por ejemplo, que se cancelan 17.000 vuelos no deja de parecer un número abultado, pero tan frío como el corazón de John Locke en la última temporada de Lost. Claro que eso cambia cuando uno se entera de que 500 turistas se suben como si nada a un bus desde Barcelona con destino a Berlín, o que otros 1.500 lo hacen desde distintas playas de Grecia o Portugal rumbo a Bruselas. Ahí, en esos dos días de viaje, el concepto completo de vacaciones queda en entredicho y se adivina qué tan maldito puede ser un volcán.

Por eso, la infalible Ley de Murphy -"todo lo que puede salir mal saldrá mal"- tiene en los buses europeos a su mejor aliado. Los turistas los esquivan, los estigmatizan, los policías suben una y otra vez a chequear pasaportes y ni lo piensan dos veces a la hora de bajar a alguien, pero frente a un volcán en erupción, todos se rinden frente a ellos. Con los hoteles copados y trenes sobrevendidos o con pasajes a varios cientos de euros, los buses vuelven a correr libremente por las carreteras alemanas o francesas recordando que hubo tiempos mejores. Saben, claro, que esto es momentáneo, que la ceniza ya se irá y que los aviones volverán a volar. Pero el bus, tal como los desastres, siempre vuelve. Siempre.

* Periodista residente en Bélgica.

Relacionados