Por Liliana Colanzi, desde La Paz Junio 19, 2014

Un nuevo concepto arquitectónico asombra y escandaliza a los bolivianos: el cholet. El término, una fusión de chalet y cholo, se utiliza para designar las viviendas de la emergente elite indígena y campesina en los tiempos de Evo Morales.  Los cholets podrían describirse como barroco psicodélico andino: se trata de opulentos edificios futuristas de cinco pisos, de fachadas multicolores, que desafían el paisaje monocromático de El Alto, la ciudad más joven de Bolivia, donde la mayor parte de las casas son humildes viviendas cuadradas de ladrillo visto. Son construcciones nuevas -no tienen ni una década- y su proliferación coincide con la redistribución del poder económico y político que se ha producido en Bolivia en los últimos años: los propietarios son comerciantes de origen aimara y quechua que han amasado fortunas desde la llegada del primer presidente indígena al país, en 2006.

Detrás de este estilo arquitectónico ecléctico y original hay una sola persona: Freddy Mamani, un albañil e ingeniero civil de 43 años nacido en la comunidad aimara de Catavi. Según la periodista Nathalie Iriarte, Mamani construyó el primer cholet para un importador de celulares que quería hacer algo distinto: a Mamani se le ocurrió proponer “un edificio elegante, con formas andinas, colorido y un gran salón de eventos, algo que hasta entonces no había en la ciudad”. La propuesta pegó de inmediato. Al poco tiempo, las casas de Freddy Mamani comenzaron a aparecer en medios locales y los pedidos se multiplicaron (a la fecha ha construido más de 60). La inspiración de Mamani es Tiwanaku, pero el resultado es mucho más contemporáneo. Lámparas de lágrimas traídas de la China, cientos de lucecitas de colores, molduras de yeso, enormes paneles de cristal, diseños geométricos delirantes, fachadas e interiores de cuatro o seis tonos eléctricos: una especie de sueño lisérgico destinado a combatir el paisaje árido de El Alto, y que la gente no tardó en bautizar como arquitectura chola.

Si durante años la palabra cholo fue utilizada despectivamente -a principios del siglo pasado, influyentes pensadores bolivianos, como Alcides Arguedas y Franz Tamayo, achacaron al cholo o mestizo todos los males de la nación-, el siglo XXI parece ser, por el contrario, la era del orgullo cholo en Bolivia. El Alto, que nació como un apéndice de La Paz, se ha convertido en menos de 30 años en la segunda urbe más grande del país. Ciudad que acoge sobre todo a inmigrantes rurales de la región andina, El Alto tiene graves problemas para asegurar servicios básicos a sus habitantes (hasta el año pasado, sólo el 55% de la población contaba con alcantarillado). A pesar de sus carencias, allí han surgido algunas de las propuestas culturales y estéticas más interesantes de los últimos años: el hip hop aimara, la lucha libre de cholitas, las editoriales cartoneras.

Lo que hace a El Alto una ciudad tan peculiar es el choque entre tradición y modernidad, presente y pasado: en ella se funde la cultura ancestral andina con elementos de la cultura global, y el resultado es a menudo un caos en el que conviven las asociaciones más fascinantes y contradictorias, como es el caso de los cholets. En El Alto también se encuentra el mercado popular más grande del país; no es exagerado pensar que este bastión de Evo Morales sea la ciudad más capitalista de Bolivia. Para algunos esto puede ser paradójico; para otros, apenas la constatación de que, pese a su fervor retórico antinorteamericano, el gobierno de Evo está implementando un exitoso modelo de capitalismo andino.  

La película boliviana Zona Sur (2009), de Juan Carlos Valdivia, muestra a una familia paceña de clase alta que vive en una mansión de numerosas habitaciones. Todas blancas. Todas minimalistas. El lujo de la antigua elite se manifiesta en una elegancia despojada y fría: muebles coloniales oscuros, grandes espacios vacíos. Al final, la dueña se ve obligada a vender la casa a su comadre, una mujer chola que llega con un maletín lleno de dinero y que encarna a la nueva aristocracia de Bolivia. Es un momento emblemático de la película: esa transacción simboliza la transferencia de poder de una clase social a otra. Es probable que, de haberse filmado la secuela de Zona Sur, la mansión colonial se habría convertido hoy en día en un cholet.

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