Por Axel Christensen Febrero 14, 2013

¿Está Chile a punto de convertirse en un país desarrollado? La respuesta no es sencilla. A diferencia de competencias deportivas o certámenes de belleza, no existe una clara ceremonia de reconocimiento a este tipo de logro. Sin dudas, se podrá constatar si efectivamente el PIB per cápita chileno (aprox. US$ 19.300) llega al mismo nivel de países de la periferia europea como Portugal (US$ 23 mil) o Grecia (US$ 25 mil). Todo indica que alcanzar ese nivel de ingreso es condición necesaria, pero no es suficiente para proclamarse, de manera seria, país desarrollado.

Verificar algunos indicadores adicionales sin duda es necesario. En este sentido, el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas es una buena alternativa, pues a la dimensión de riqueza económica le agrega mediciones de calidad de vida en cuanto a salud y educación. Curiosamente, Chile ya registra buenas cifras de IDH, situándolo en el segmento “muy alto”.

Sin embargo, aún queda la sensación de que algo falta, que todavía hay pendientes, para tomarnos en serio lo de ser un país desarrollado.

 

La tiranía de los Promedios

Nicanor Parra no lo pudo describir mejor: “Hay 2 panes. Usted se come 2. Yo ninguno. Consumo promedio: 1 pan por persona”. Indicadores basados en promedio como ingreso per cápita (e incluso más extensos, como el IDH) por sí solos no son suficientes para decir que un país sea desarrollado. Un especialista en estadísticas nos diría que, junto con los indicadores promedio, interesa conocer la dispersión de resultados en torno al promedio. En particular, debiera de preocuparnos qué tan mal pueden estar los chilenos que están bajo el promedio. Acá las cifras de pobreza y extrema pobreza -aunque mejores por la mejor situación laboral que ha acompañado al crecimiento- dejan en evidencia que para muchos chilenos el desarrollo aún está muy lejos. Un país desarrollado en serio debe al menos tener indicadores de pobreza bastante menores a los que tenemos (es decir, bajar del 15% actual de la población bajo la línea de pobreza a menos del 10%, nivel máximo observado en el grupo de naciones desarrolladas de la OCDE).

Otra medición de dispersión interesante de observar es la distribución del ingreso (o coeficiente de Gini, para los técnicos), donde nuestro país también está lejos de países que identificamos como desarrollados. Lo interesante, eso sí, de esta medición es que nos lleva a la discusión del tipo de sociedad desarrollada que queremos ser: aquellas más tolerantes con menor igualdad de ingresos, en la medida que todos tengan las mismas oportunidades de surgir (como es el caso de Estados Unidos); o sociedades que privilegian menor inequidad de ingresos, aunque ello signifique minar los incentivos a la iniciativa personal (como los países escandinavos, Suecia o Noruega). Es relevante notar que, al corregir el IDH por distribución del ingreso, Chile se aleja del nivel de países como Portugal y cae varios lugares, ubicándose más cerca de Ucrania.

 

Mirar hacia arriba

No es suficiente, sin embargo, sólo mirar hacia los sectores más vulnerables o la distribución del ingreso para decidir si ya hemos alcanzado el nivel de país desarrollado. También es importante analizar en qué situación se encuentran los grupos más privilegiados. El desarrollo también significa, por ejemplo, que las instituciones privadas de educación alcancen niveles similares en cuanto a la calidad de su educación a los de países desarrollados, como Finlandia o Singapur. La nutrida discusión acerca de la educación en nuestro país ha dejado claro que aún estamos muy lejos de encontrar el de desarrollo en esta dimensión.

Otro lugar relevante para analizar nuestra pretendida situación de desarrollo es el mercado financiero. En países verdaderamente desarrollados, los mercados financieros hacen un buen trabajo en juntar las personas que necesitan financiamiento para llevar a cabo sus proyectos con aquellas personas buscando invertir sus ahorros. Chile destaca por la solidez de su industria bancaria -que por cierto ha ayudado a enfrentar bastante bien las últimas crisis financieras-, pero dista bastante en ofrecer condiciones competitivas a emprendedores e incluso empresas de tamaño medio. Más aún, muchos inversionistas nacionales aún prefieren buscar rentabilidades -aunque sean especulativas- en inversiones inmobiliarias que en proyectos que apuestan a la innovación de productos o servicios (como en su momento lo fueron la fruta de exportación o los salmones).   

También existe el riesgo que al alcanzar el desarrollo -como sea que queramos medirlo- perdamos la motivación de seguir avanzando, de mejorar nuestros indicadores más allá de lo mínimo necesario para llamarse “país desarrollado”.

Quizás es mi deformación profesional de ingeniero, pero estoy convencido de que  lo que no se mide, no existe. En el afán de no dejar que el  anhelo de convertirnos en país desarrollado se nos vuelva un objetivo escurridizo, me permito sugerir que nos definamos un conjunto de indicadores a cumplir (que incluya, por cierto, pero no se limite al PIB per cápita). Mejor aún, en este año electoral que ya comienza, invito a los múltiples candidatos a proponer los objetivos a lograr para estos indicadores bajo su mandato (y cómo lograrlos).

De esa manera, en el verdadero bicentenario del 2018 podremos verificar que no sólo cumplimos lo necesario, sino lo suficiente para ser verdaderamente desarrollados.

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