Por Benito Baranda Febrero 14, 2013

Chile está ad portas de ser un país desarrollado, de acuerdo a las cifras. En este tránsito, el historial social de nuestro país nos da motivos para alegrarnos, pero también para asumir este cambio de “estado” con prudencia, haciendo una retrospectiva sobre qué es la pobreza hoy en Chile. Se suele destacar al país por sus logros macro,  pero en lo “micro” los efectos no necesariamente apuntan a una mayor integración e igualdad social.

Al celebrar el Bicentenario, nuestro país destacaba por importantes logros sociales, como el haber reducido notoriamente la pobreza. Si miramos las cifras, este fenómeno medido por ingresos retrocedió del 45,1% (año 1987) a un 14,4% (año 2011).

Así, esta considerable baja sitúa a Chile en un escenario de importantes oportunidades. Los especialistas coinciden en señalar que estos resultados están relacionados principalmente con el crecimiento económico; la presencia de una larga tradición de políticas sociales activas y acumulativas; una extendida institucionalidad social público-privada en salud, educación, previsión y vivienda; y con paquetes contracíclicos en momentos de crisis. Desde el ámbito del Estado inclusive, y también desde la sociedad civil, estamos colaborando con otros países del continente en la superación de la pobreza.

 

Cada vez más difícil

Para dar el siguiente paso no podemos ignorar las vulnerabilidades que resaltan en un diagnóstico más minucioso.

La reducción de la pobreza ha sido cada vez más difícil. En el bienio 2009-2011 crecimos al 7%, creamos 700.000 nuevos empleos, tuvimos un cobre por sobre los US$ 3 la libra y transferimos varios miles de millones a los más vulnerables, pero no pudimos reducir la pobreza de manera significativa. Actualmente, los hogares que se encuentran en situación de exclusión social son de mayor tamaño, registran altas tasas de dependencia, más desocupación y son encabezados principalmente por jefas de hogar. A su vez, la pobreza afecta con mayor intensidad a niños, jóvenes y mujeres. Hoy, un porcentaje de hogares aún no cuenta con un ingreso mensual adecuado para su funcionamiento básico estable; vive en espacios segregados, con entornos hostiles y barrios estigmatizados, y sus hijos no entienden lo que leen o tienen resultados deficientes en la PSU.

Precisamente en este marco resulta necesario hacer una reflexión en torno a aquello que se esconde tras el crecimiento económico. Los promedios esconden realidades más complejas que se vinculan con las brechas sociales. Pongamos como ejemplo la realidad  en tres áreas claves: una educación que acentúa la segregación y mantiene una deficiente calidad para los más pobres; un salario que no permite vivir dignamente (cerca de un 80% de las personas que trabajan reciben ingresos bajos y un 50% tendrá pensiones insuficientes),  una mantención de las desigualdades en los ingresos; y una profundización de la exclusión social con la vivienda (nadie quiere vivir al lado de los pobres).

 

Más allá de los ingresos

Comúnmente, la insuficiencia de ingresos es considerada una de las manifestaciones más características de la pobreza. Sin embargo, una evidencia menos abordada en este ámbito tiene que ver con las percepciones y aspiraciones de los afectados.

Hace algunos años un estudio del PNUD mostraba que la gente en pobreza declaraba mayoritariamente que el rumbo que había seguido su vida no era fruto de sus decisiones, sino de las circunstancias que le había tocado vivir. En resumen, la pobreza como sinónimo de menos libertad.

Es así como el déficit de ingresos resulta ser un indicador expresivo, pero no comprensivo de la pobreza. Tal como lo detectó el estudio “Voces de la Pobreza” de la Fundación Superación de la Pobreza, las dimensiones existenciales que definen la experiencia de las personas afectadas han variado en las últimas décadas. Antes, la dimensión que concentraba la mayor insatisfacción era el tener o no tener; hoy, la pobreza es percibida como falta de oportunidades, que se experimenta con un profundo malestar y desesperanza. Del “no tener” asociado a las carencias materiales ha emergido una nueva pobreza del “no ser” y “no hacer”, que se plasma en la sensación de discriminación y en la impotencia de no poder desarrollar una vida digna. Las personas no quieren asistencia ni más subsidios; quieren más y mejores  oportunidades de la sociedad.

Si bien los ingresos son fundamentales si queremos alcanzar un verdadero desarrollo, es necesario que las personas que la experimentan, permanente o periódicamente, tengan oportunidades ciertas para vivir una vida larga y saludable, accedan a una educación de calidad, a viviendas dignas e integradas, y a trabajos que fortalezcan su capital humano.

Para que el eventual ingreso de Chile al “club de los desarrollados” sea aprovechado y percibido por la ciudadanía, este paso debe ir de la mano de un piso mínimo de bienestar para todos. En definitiva, que todos tengamos la posibilidad de ser gestores de nuestro propio desarrollo, protagonistas que libremente aprovechamos las oportunidades que se nos brindan desde el respeto igualitario a nuestros derechos. Desde América Solidaria estamos convencidos que esto lo debemos hacer junto  a los otros países de nuestro continente, de la mano de una sociedad civil más consciente y madura, que se movilice para equilibrar la fuerza del Estado y del mercado. Es sólo en ese escenario donde se hace posible una paz y un desarrollo integral.

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