Por Andrew Chernin, desde Caleta Tortel Febrero 20, 2010

© Patricio Valenzuela

El aeropuerto de Balmaceda es una estructura de latón, fierros y madera que se sostiene en medio de la nada, que en los baños tiene puertas que no cierran bien y que sólo necesita un carabinero en servicio. Un lugar donde ver llegar a los pasajeros de alguna de las dos aerolíneas que aterrizanan ahí -mientras se escucha el cancionero romántico que suena desde la cafetería- es el único pasatiempo posible.

Balmaceda está retirado y un poco solo, pero es el pueblo que tiene el único aeropuerto de la región de Aysén. Para salir y para llegar, hay que pasar por ahí. Y eso hace que este espacio funcione con la complejidad de un terminal de buses. Familias enteras van a despedir y a recibir parientes. Aquí, cualquier hijo de vecino que parta puede escuchar los aplausos, los gritos de suerte y sentirse una pequeña celebridad.

El domingo 14 de febrero, cerca de las 4 p.m., un tipo acompañado de su señora podría haber interrumpido esa dinámica. Él se veía tal como uno se imagina a un gringo de 68 años que ha cruzado el mundo para venir a conquistar la Patagonia. Alto, barrigón, barbudo, con la cara un poco roja. Como muchos de los que llegan diariamente a Balmaceda. Sólo que éste no era sólo un gringo más.

Ahí, sin perder la calma, estaba David Rockefeller Jr. El heredero de David Rockefeller, presidente del Chase National Bank. El nieto de John D. Rockefeller Jr., el magnate que consolidó la fortuna petrolera de la Standard Oil, que había comenzado una generación antes su padre, John D. Rockefeller.

Más tarde, David Jr. diría que está acostumbrado a ese tipo de situaciones. Que a pesar de que la fortuna de su padre esté estimada en US$ 2.2 billones y que Forbes lo ubica en el casillero 147 entre los 400 americanos más ricos del planeta, él es un tipo al que le gusta pasar desapercibido. Por eso muy pocos saben que está en Chile.

Su barco, el Ocean Watch, lleva seis meses dando la vuelta por el continente americano, con un equipo de científicos a bordo, realizando investigaciones sobre la acidez del mar y el cambio climático. Salió desde Seattle y ahora, después de pasar por Canadá, el Atlántico y el Cabo de Hornos, navega por las costas chilenas. Y si David estaba en ese aeropuerto, acompañado de su esposa Susan Cohn, una documentalista y chairwoman del Oceana's Ocean Council -agrupación de líderes voluntarios que apoyan los esfuerzos de esta organización para conservar el océano-, era porque quería llegar hasta Tortel. Para conocer la caleta y, más tarde, desaparecer por una noche en el hielo.

Rockefeller mira el mar

Lo primero que David recuerda es estar mirando el mar. Estaba en Cape Cod, una playa en Massachusetts. Era la Segunda Guerra Mundial. A él lo estaba cuidando Margaret, su madre, porque David padre estaba peleando en Europa. Y David Jr., que entonces debe haber tenido unos tres años, miraba el Atlántico y veía cómo el silencio se interrumpía cuando los jeeps del ejército norteamericano bajaban a la playa buscando submarinos alemanes.

Cuando niño, David fue matriculado en The Buckley School, en Nueva York. Se sentía como un alumno más, hasta que un compañero se acercó y le dijo "tú eres rico". "Yo les contestaba que no. Que no lo era. Porque a mí no me gustaba la idea de ser rico. Pero ellos insistían, decían que yo era rico y que mi familia era millonaria", recuerda.

Un poco mayor, fue matriculado en The Buckley School, en Nueva York. Se sentía como un alumno más, hasta que un compañero se acercó y le dijo "tú eres rico". "Yo les contestaba que no. Que no lo era. Porque a mí no me gustaba la idea de ser rico. Pero ellos insistían, decían que yo era rico y que mi familia era millonaria. Yo creo que mi familia me protegió de esta idea y fue bueno, porque me hizo sentir más normal".

-¿Y por qué le molestaba que le dijeran que era rico?

-Creo que quería ser alguien común y corriente. De cierta forma sabía que era cierto, que era rico. Simplemente no me gustaba el cartel.

-¿En qué punto se da cuenta que era rico?

-Personalmente nunca he tenido una gran fortuna. Más que nada era la familia y la historia, y no la fortuna. Lo que pasa es que mi bisabuelo y mi abuelo fueron muy ricos. Entonces yo acarreo un nombre que representa riqueza. A mí siempre me enseñaron lo importante que era ahorrar. Cada semana nos daban una pequeña mesada, de la que había que entregarle el 10% a la Iglesia y ahorrar otro 10%; el resto lo podía gastar. Supongo que eran algo así como 5 ó 10 dólares. No era mucho. Pero eso servía como entrenamiento para dar, ahorrar y usar.

En vez de pensar en Wall Street, David buscaba formas de escapar. Una era cantar. "Cantaba en el coro de una iglesia desde que tenía 10 años. Sólo paré 50 años después. Cantar es un regalo del oído y de la voz. No tiene nada que ver con plata. Nada que ver con clase social", señala. La otra, era navegar. Dice que lo aprendió de su padre.

Todo partió con su bisabuelo, que fundó la Standard Oil en 1870, y que gracias al alza de la importancia de la bencina se convirtió en el primer americano con un patrimonio de más de un billón de dólares y en el hombre más rico del mundo. Siguió con su abuelo, que comenzó un imperio inmobiliario y fue el mayor accionista del Chase National Bank y, de cierta forma, cerró una etapa con su padre David, que fue presidente de ese mismo banco y que hoy, con 94 años, es el último patriarca de una familia con una fortuna que, ya en 1992, el New York Times calculaba entre 5 y 10 billones de dólares.

Hoy, el grupo Rockefeller obtiene sus ganancias de los bienes raíces. Son dueños de 715.000 m2 del corredor oriental del Rockefeller Center en Manhattan, construido por la familia en 1939. El holding está dividido en cuatro departamentos: el que se dedica a la compra y manejo de bienes raíces destinados al uso comercial -con clientes como Morgan Stanley, News Corp y Delta Airlines-, el que maneja las inversiones de la familia, el que controla las oficinas en el Centro Rockefeller y el que se dedica a entregarles soluciones tecnológicas a los arrendatarios.

-¿Cómo describiría la relación con su padre?

-Lo admiro mucho. Él tiene un sentido del humor muy sutil. Tienes que escucharlo cuidadosamente para entender sus bromas. Pero es un poco a la antigua. Tiene 94 años y creció en un momento muy distinto al de hoy. Tú sabes, la generación de mis hijos llama a sus padres por sus nombres. Yo nunca haría eso. Había una cierta formalidad. Yo creo que fue porque aprendió modales a la europea. Él es muy generoso. Y silenciosamente fascinante.

-Además del nombre, ¿qué heredó de él?

-Es una buena pregunta… Lo que más atesoro, y él me lo enseñó a través del ejemplo, es que hay que tratar a todos por igual. No tratas mejor a alguien porque sea tu socio en algún negocio o venga de una clase social alta. Y no tratas peor a alguien que trabaje para ti.

-En el mundo en que usted creció, ¿se trataba a todos por igual?

-Nosotros no éramos los únicos… Pero creo que eso, tratar a todos por igual, no era algo usual.

Rockefeller a capela

Rockefeller quiere ser normal

David Rockefeller Jr. trató toda su vida de ser un tipo normal. Pero llamarse así, tener un nombre que evoca a la versión más joven de su padre, obliga a pagar ciertos precios. Uno de ellos, que el mundo espera que sigas sus pasos. Hasta cierto punto, David Jr. lo hizo. Se graduó de abogado en Harvard, la misma universidad donde su padre se tituló de economista. Sólo que David hijo no había ido a Harvard para entrar a los negocios de la familia: reconoce que, mientras decidía qué hacer, ése le pareció un buen lugar para ejercitar la mente. De hecho, en vez de pensar en Wall Street, David buscaba formas de escapar. Una era cantar. "Cantaba en el coro de una iglesia desde que tenía 10 años. Sólo paré 50 años después. Cantar es un regalo del oído y de la voz. No tiene nada que ver con plata. Nada que ver con clase social", señala. La otra, era navegar. Dice que lo aprendió de su padre.

-¿Por qué le gustó de inmediato la navegación?

-En parte por la competición, cuando participaba en regatas. Me encanta ser uno más en un equipo y competir. Y también me encanta ganar. La otra parte era estética. Las aves marinas, el sol, la luna. Yo solía navegar de noche y trataba de sentir el viento, sin necesariamente verlo.

-¿Nunca sintió que debía seguir los pasos de su padre?

-Creo que él lo hubiera querido.

-Era usted David Jr., después de todo. El mayor de los 6 hermanos…

-Pero sabes, era contra las reglas del banco Chase que un hijo reemplazara a su padre. Antinepotismo. Así que nunca fue una posibilidad, incluso si lo hubiera querido. Y mis intereses iban en otra dirección. Sin embargo, terminé dirigiendo la compañía de servicios financieros de nuestra familia y varias de las fundaciones.

Finalmente, David Jr. entró a los negocios de la familia. Primero, en 1983, a cargo del fondo de la familia de donde sale la mayor cantidad de dinero para fines filantrópicos -el Brothers Fund- y luego, en 1991, cuando fue elegido por sus 22 primos para suceder a su padre a la cabeza de los servicios financieros del clan, que maneja activos por 3 billones de dólares y es, en el fondo, la fuente económica que sostiene a la familia.

Estuvo allí siete años. Motivado, sobre todo, con la idea de seguir con la fama filantrópica que su abuelo había convertido en un sello de la estirpe. Porque su familia, reconocidamente presbiteriana y republicana, no entendía la filantropía como tirar plata al platillo en la iglesia. "No es caridad -dice-. La filantropía es pensar cuál es el problema más importante que las empresas no están solucionando y que el gobierno no está solucionando. Y, claro, detectar ese problema y encontrarle una solución".

Después de eso, David Jr. sintió que había cumplido y que podía retirarse en paz. Comenzó sus propias fundaciones, como Sailors for the Sea, que busca generar conciencia sobre la conservación marina. Pero no se desligó del todo del holding de los Rockefeller: participa como miembro del directorio, supervisando algunos fondos y sin sentir que hay toda una familia y una tradición que necesitan que no se equivoque.

"Creo que la gente que muestra su fortuna paga un precio si lo hace de la forma equivocada. El problema no es pavonearse. Esto es algo que viene del entrenamiento de mi padre: si ni siquiera le dices buenos días a la gente que trabaja contigo, si eres descortés con ellos, si pierdes a tus amigos porque ya no tienen suficiente plata y tú solo quieres estar con gente adinerada, eso es algo por lo que pagas".

-Usted que puede hacer la comparación, ¿cómo ha cambiado el liderazgo entre la generación de su padre y la de hoy?

-Me entristece cómo ha cambiado el liderazgo a nivel corporativo y también gubernamental. El mundo se ha vuelto tan especializado, hay tanta competencia en los negocios, que ya no existe gente que tenga una visión amplia del mundo. Mi padre creció en una época en que estaba bien que el presidente del Chase tuviera una colección de arte. Hoy los líderes de las corporaciones norteamericanas están tan presionados por los accionistas, que tienen menos tiempo para pensar.

-¿Y cómo fue su cambio de switch?

-Yo crecí amando el mundo natural. Y gradualmente me hice consciente de cómo la población y la tecnología y la codicia comenzaron a erosionar el ecosistema y el mundo natural. Ello no fue algo que se hiciera a propósito, pero fue el resultado de una población que crecía, que tenía aspiraciones y que buscaba la riqueza. Sentí que a la gente, en su vida, le estaban faltando los verdaderos valores. Que sólo estaban persiguiendo dinero. Que no estaban entendiendo. Ésa era una preocupación mía. Preocuparse por el medio ambiente no es sólo bonitos árboles verdes. Es también querer agua pura, aire limpio y comida saludable.

Rockefeller y la fortuna

Susan Cohn tiene 51 años y es la segunda esposa de Rockefeller Jr. Se casaron hace dos años en una boda que fue cubierta hasta por el New York Times y que se realizó en la estancia familiar de 40 piezas y  1.380 hectáreas en los cerros de Pocantico, en Nueva York. David y Susan se conocieron hace nueve años, cuando ella produjo la película "This is Alaska", donde David ayudó con el guión e hizo las locuciones.

Ella se unió al viaje hace un par de semanas. Quería conocer Chile e ir a Caleta Tortel, donde Oceana está tratando de conseguir un Área Marina Costera Protegida. La tarde del domingo 14, mientras David la esperaba en medio del aeropuerto de Balmaceda, Susan había salido a buscar a Álex Muñoz, el director ejecutivo de Oceana en Chile, que los había ayudado a organizar el viaje, que estaba al tanto de la agenda de Rockefeller en Chile y que les mostraría el trabajo que la organización estaba haciendo en Aysén.

Susan, de cierto modo, es la forma de llegar a David. Si ella está contenta, él está contento. Pero durante poco más de una hora, durante el trayecto en avioneta entre Balmaceda y Tortel, Susan no estaría muy feliz. No le gustan los viajes en avión. A veces, sólo para calmarse un poco, se toma un Valium antes de despegar.

Justo antes de subir a la avioneta, por la que pagaron alrededor de 700 mil pesos, Susan miraría por la ventana y pediría, bromeando, un pisco sour. Un rato después, llegarían al Hotel Entre Hielos de Tortel.

David, en un día, pocas veces dice la palabra Rockefeller. En el aeropuerto de Balmaceda se presentó con su primer nombre y sólo pronunciaría su apellido al día siguiente, cuando habló con Bernardo López, el alcalde de Tortel, sobre medio ambiente y desarrollo sustentable.

Rockefeller a capela

-¿Pueden coexistir riqueza y medio ambiente?

-A mí me gustaría que redefiniéramos el concepto de riqueza, para que no sólo incluya las finanzas. Sino muchas más cosas, como el espíritu, la naturaleza, la música y el arte. Mira, si la alegría es una parte de la riqueza. Conozco mucha gente que tiene mucha plata y no es muy feliz. ¿Son ricos? Sí. ¿Están felices? Probablemente no.

-Está bien. Pero ahí se refiere a la riqueza individual. ¿Qué pasa cuando se trata de la riqueza nacional?

-No podemos talar un bosque milenario y esperar que vuelva a crecer. Si hacer eso es parte de cómo un país va a crear riqueza, bueno… Me pasa cuando miro a Chile, que ya es rico de una forma. En dos, de hecho. La gente es maravillosa. Eso es riqueza, su espíritu. Y la segunda, es que tiene un medio ambiente increíble. Entonces es un país que ya tiene dos tipos de riqueza. Por eso creo que el desafío es juntarlas, para crear una economía fuerte y buena. El turismo local puede ser una de esas formas. En inglés hay una expresión que dice "no mates a la gallina de los huevos de oro". Yo creo que tienen muchos huevos de oro en Chile. El problema, y es algo que han visto ahora con la caída de la industria salmonera, es que tal vez hubo demasiada codicia.

-Entonces, a nivel empresarial, ¿la codicia no es buena?

-En nuestra cultura se supone que la codicia debería ser una mala palabra. Creo que eso se debe a que implica un deseo de generar riqueza sin importar las consecuencias. Entonces la codicia es mala. Al menos ésa es mi definición de codicia. Que no te importa lo que haya en tu camino. Yo creo, en cambio, que el instinto empresarial es algo bueno. El deseo de mejorar la vida de tu familia y la de tu país es bueno. Pero eso es distinto a la codicia. Hay que tener una mirada más amplia de la riqueza y la felicidad. Que no sólo tenga que ver con el dinero.

-Un debate que se planteó acá, dentro de la clase empresarial, era si es malo o no mostrar el dinero y comprarse un Porsche o un helicóptero. Si un tipo trabaja duro y gana una fortuna, ¿está mal que la exhiba?

-Yo creo que cada quien debe tener su propio estilo. Mi familia, en general, prefiere mantener un perfil bajo. Pero no voy a ir diciéndole a alguien que mostrar su dinero está mal. Yo solía tener un Porsche y me encantaba. Ahora ya no, porque tengo dos Prius japoneses, esos de Toyota. No creo que alguien pueda decirle a otra persona cómo relacionarse con su fortuna.

"La codicia debería ser una mala palabra. Creo que eso se debe a que implica un deseo de generar riqueza sin importar las consecuencias. Ésa es mi definición de codicia. No te importa lo que hay en tu camino. Yo creo, en cambio, que el instinto empresarial es algo bueno. El deseo de mejorar la vida de tu familia y la de tu país. Pero eso es distinto a la codicia. Hay que tener una mirada más amplia de la riqueza y la felicidad".

-¿Pero considera malo exhibir la fortuna?

-Yo creo que la gente que muestra su fortuna paga un precio si lo hace de la forma equivocada. Es fácil perder los amigos así. El problema no es pavonearse. Esto es algo que viene del entrenamiento de mi padre: si ni siquiera le dices buenos días a la gente que trabaja contigo, si eres descortés con ellos, si pierdes a tus amigos porque ya no tienen suficiente plata y tú sólo quieres estar con gente adinerada, eso es algo por lo que pagas.

Rockefeller sale a navegar

Después de la entrevista, David se sentaría a comer. Cenaría cebiche de salmón, una quiche y cordero. Tomaría vino blanco y merlot. Le diría a su esposa que pronto deberían visitar Escandinavia. O Venecia. Diría también que Aysén se parece mucho a Alaska y que eso, por cómo conoció a Susan, hacía que estar aquí, en el fin del mundo, fuera aún más especial. De postre comería calafates con crema y sabría, horas después, que la leyenda local dice que quienes comían de ese fruto están destinados a volver a la Patagonia.

Y a David, eso no le molestaba mucho.

Porque él ya estaba pensando cómo lo haría para volver a acostumbrarse a su vida fuera del mar. Imaginaba que en unos días ya no estaría en Aysén con el viento soplando en su cara, y rodeado de gente a la que le basta con saber que es David. A secas. Gente a la que ni siquiera le interesa conocer toda la historia que Rockefeller Jr. ha tenido que arrastrar con su nombre.

El día terminaría con una sorpresa para Susan. Con ellos dos bajando cerca de las 23:30 -cuando aún quedaban treinta minutos de San Valentín- al barco que los esperaba en la caleta para llevarlos hasta el ventisquero Montt.

David desapareció en la oscuridad, alejándose por esas pasarelas de madera que cruzan todo Tortel, para navegar siete horas y mostrarle a su mujer el hielo. David podría haber estado en cualquier parte. Pero está aquí y eso no es un capricho, sino una forma de que esta vez, 65 años más tarde, pueda mirar el mar y nada ni nadie lo interrumpa. Entonces llegaría al ventisquero al amanecer, sintiendo el viento en el rostro y diciéndole a Susan que si tuviera que quedarse con un solo momento de todo su viaje, no dudaría en quedarse con éste. Estar aquí, tan lejos de las finanzas familiares, es su revancha y su último canto. No es difícil imaginar que David, parado en la cubierta de un barco que navega donde el mundo se acaba, deja de sentirse un Rockefeller. Que ahí es sólo un marinero gordo y enamorado que fue a perderse en el mar.

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