Por Andrés Benítez | Rector de la UAI Octubre 10, 2009

Una de las escenas más recordadas de la crisis financiera se refiere el momento en que los presidentes de la General Motors, Chrysler y Ford llegaron al Congreso norteamericano con la esperanza de conseguir US$25 mil millones y así evitar la quiebra de las compañías. Los ánimos no eran de los mejores: a esas alturas existía un fuerte recelo de que el gobierno siguiera destinando recursos a salvar corporaciones en problemas. Pese a ello, los CEO de las tres grandes automotoras se sentían confiados. Nadie en su sano juicio, pensaban, dejaría caer a éstas que, más que empresas, eran verdaderos símbolos de poder empresarial de los EE.UU.

Error. Para sorpresa de ellos la cosa se fue de las manos por el lado menos pensado. Apenas entraron a la sala, cuando recién estaban acomodando sus papeles, un congresista comenzó a vociferar lo vergonzoso que resultaba que hubieran usado sus jets privados para volar de Detroit a Washington. "Cómo se atreven a pedir dinero a los contribuyentes si no son capaces de terminar con sus lujos... ¡Es como pedir comida vestido de esmoquin!", sentenció.

Los ejecutivos quedaron perplejos. Paralizados. En las sesiones preparatorias, sus asesores los confrontaron con muchas preguntas incómodas. Pagaron millones a agencias de lobby, pero nadie, ninguna de ellas pensó en los Learjets. Estaban devastados, el daño hecho y tuvieron que volver a sus casas con las manos vacías. Pero en sus Learjets.

Este pequeño incidente es la base del último artículo del célebre escritor norteamericano Tom Wolfe. El autor de la ya clásica novela La Hoguera de las Vanidades  -sin duda el mejor retrato del mundo financiero de los años ochenta- vuelve al ataque con su ironía de siempre en Los ricos también tienen sentimientos, publicado recientemente en la revista Vanity Fair.

En esta ocasión, Wolfe se adentra en el increíble mundo que se esconde tras los aviones privados o corporativos, tan comunes en los Estados Unidos, e incipientes en países como Chile. Y aunque suene una frivolidad, el autor da cuenta de cómo los Learjets, Gulfstream V y los Falcon, son parte esencial de la cultura corporativa de Estados Unidos. Tanto o más que los bonos o las opciones de acciones. En definitiva, un CEO sin avión privado es nada. Por ello, cuando en el Congreso les preguntaron a los presidentes de las automotoras si estaban dispuestos a renunciar a sus aviones, los tres se quedaron sin habla. No supieron qué decir. Al ver sus caras de espanto, de tragedia tipo Shakespeare, uno fácilmente podía imaginar a Ricardo III gritando en medio de la batalla: ¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo! Sí, si no fuera porque quedaron perplejos, los ejecutivos no hubieran dudado en clamar ¡mi empresa por mi Learjet!

En Norteamérica,  los aviones corporativos se mueven a través de una red de pequeños aeropuertos conocidos como de la "aviación general". En estricto rigor, este término significa exactamente lo contrario; es decir, son lugares a los que puede acceder cualquiera, menos el público en general. Sólo los superpoderosos. Un caso similar al de los public school en Inglaterra, término que se refiere a colegios no sólo privados, sino precisamente los más exclusivos y, más aun, los más excluyentes.

Por su tamaño, estas pistas de aterrizaje generalmente están más cerca de la ciudad que de los grandes aeropuertos. De esta manera, los CEO acceden en forma más rápida y sus limusinas se estacionan a pocos metros del avión. ¿Quién se encarga de las maletas? Muy simple: los pilotos. A diferencia de las líneas aéreas comerciales, donde los pilotos son "capitanes", y cuya autoridad no se discute, acá la relación es muy distinta: son empleados de la compañía dueña del avión y el único capitán es el presidente de la empresa.

Todo esto hace una diferencia monumental con todos aquellos que viajan en aviones comerciales, aunque sea en la clase ejecutiva. Claro, porque viajar en líneas aéreas significa perder totalmente el control de la situación. Si uno se atrasa, pierde el vuelo. Si uno no quiere abrocharse el cinturón, lo obligan. Si uno quiere comer a otra hora de la programada, se queda sin comer. Si uno no quiere comprar en el duty free, lo despiertan igual.

Pero nada de eso sucede en los Learjets. Por una razón muy simple: el avión tiene dueño. Y el dueño dice a qué hora se despega, que generalmente es cuando él llega. Y ojo, nada de estar dos o tres horas antes. ¡Por favor, somos gente ocupada! Nada de hacer largas colas, sacarse los zapatos y cinturones para pasar por ignominiosos detectores de metales y, por supuesto, nada de estar llenando papelitos con letra minúscula.

Una vez dentro de los Learjets, la  diferencia con los aviones comerciales se hace más notoria. Por lo pronto, su interior es lo menos parecido a una cabina, con filas de gente tratando de acomodar sus cosas. Acá uno entra a un verdadero living, donde la principal característica es que uno no tiene que ir sentado al lado de nadie. Al CEO no le preguntan qué quiere tomar, porque todos saben lo que toma o come. Nadie da instrucciones por parlantes, porque no hay instrucciones y porque no hay parlantes. "Le parece que despeguemos, señor". "¿Está usted cómodo? ¿Necesita algo más?".

Un mundo perfecto, qué duda cabe. Un mundo reservado a unos pocos, que en medio de la crisis los legisladores norteamericanos querían terminar. Incluso el presidente Obama, quien no dudó en criticar a Citigroup porque a los pocos días de recibir US$45.000 millones de ayuda estatal, compró un avión Dassault Falcon 7X en US$50 millones. Al final, la operación siguió su curso, pero el mundo corporativo aprendió la lección. Los tiempos no estaban para los aviones privados. Tanto así, que cuando los tres CEO de las automotoras volvieron a Washington para presentar su plan de rescate, ni siquiera volaron en líneas comerciales: hicieron el trayecto en auto.

Pero no por mucho tiempo. Porque así como en el primer aniversario de la crisis, los críticos han señalado que las autoridades han hecho poco o nada por mejorar el sistema regulatorio del mundo financiero, la industria de los aviones privados muestra nuevamente cifras de repunte. En efecto, porque junto con buscar fórmulas para pagar bonos y opciones de acciones de niveles precrisis -algunos creando filiales en paraísos financieros-, a medida que las empresas comienzan a mejorar sus resultados y la crisis queda atrás, los CEO quieren recuperar uno de sus bienes más preciados: sus aviones. Y lo están logrando.

* Rector de la Universidad Adolfo Ibáñez.

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