Por Juan Carlos Jobet* Septiembre 5, 2009

A nadie le gusta que lo toquen sin que le pregunten. Es probable que ésa sea la razón por la que se ha hablado tan poco sobre impuestos durante esta campaña presidencial. El único que puso sobre la mesa una propuesta tributaria agresiva es Marco Enríquez-Ominami. Porque viene desde abajo, él debe tomar más riesgos. Sebastián Piñera ha hecho una propuesta menos ambiciosa, que no pretende cambiar la estructura tributaria -como sí quiere Marco-, pero que sería una inyección a la vena para fomentar la inversión en un período difícil. Eduardo Frei ha dicho poco sobre el tema.

 Es entendible que los candidatos que se sienten con más posibilidades de ganar quieran innovar poco con los impuestos. Una propuesta tributaria equivocada puede significar un desastre político. No es raro que así sea. Tax, de hecho, o impuesto en idioma inglés, viene del latín tangere, o tocar: los impuestos nos tocan a todos. Y la expresión en castellano, impuesto, da cuenta de que nadie nos pregunta si queremos pagarlos o no.  Por eso son un tema sensible, son una mano que nos toca sin preguntarnos. Y eso puede ser muy irritante.

Margaret Thatcher aprendió esa lección a la fuerza a principios de los 90 cuando implementó el famoso poll tax. En vez de cobrar el impuesto local sobre la base del valor estimado de las casas, Thatcher decidió hacerlo de acuerdo al número de habitantes de cada hogar. Además de poner más carga en los pobres y menos en los ricos, para recaudar había que saber exactamente cuánta gente vivía en cada vivienda, lo que significaba una intromisión en la vida privada de los británicos, muy celosos de su libertad. La medida fue un desastre: muchos argumentan que fue la causa principal de que Thatcher tuviera que dejar el poder al poco tiempo. En marzo de 1990, más de cien mil personas salieron a protestar a las calles de Londres. Los desórdenes en Trafalgar Square, donde nace Whitehall, la calle en que se concentra el Poder Ejecutivo británico, terminaron con los manifestantes a ladrillazos con la policía y con edificios en llamas. Incluso los bomberos fueron recibidos a piedrazos.

A pesar de la entendible cautela con que se han tratado en Chile los posibles cambios tributarios, hay aristas del tema que sí se han discutido, aunque a ratos con un dejo de liviandad.

La discusión más recurrente es sobre el nivel total de tributos. El 18,6% del PIB que totalizaron, el 2008, los impuestos en el país es más bajo que en las naciones desarrolladas, incluso si uno corrige por los pagos que hacemos para financiar pensiones y salud. Algunos sostienen que ésa es razón suficiente para subir los impuestos. Ese argumento es tan complicado como decir que porque los millonarios viven en casas grandes, hay que arrendarse una mansión para convertirse en millonario. El riesgo de subir mucho los impuestos en países en vías de desarrollo, como el nuestro, es que los mayores tributos nos impidan llegar a ser desarrollados, tal como arrendar una mansión antes de tiempo puede llevar a la bancarrota a alguien con intenciones de ser millonario.

En Chile todos quienes ganan menos de 494 mil pesos mensuales no pagan impuesto a la renta, lo que explica en parte que la recaudación total sea más baja como porcentaje del PIB. En la medida que el país crece, los salarios suben, más gente sale del tramo exento y la recaudación aumenta.

Lo otro es que la discusión sobre el nivel de impuestos no puede estar separada de la discusión sobre cómo estamos gastando la plata. Ningún gerente de empresa o dueña de casa siente orgullo de gastar cada día más si no muestra mejores resultados: más utilidades para los accionistas o mejor calidad de vida para los hijos. No tiene sentido vanagloriarse de cuánto hemos aumentado el gasto -casi 10% promedio en los últimos 5 años- si no estamos midiendo los resultados. Eso es economía 1.0: para maximizar el bienestar, hay que comparar el costo marginal con el beneficio marginal.

Pero más allá de esta importante discusión, o del debate sobre cuán plana debe ser la estructura tributaria (ME-O propone reducir el tramo máximo del impuesto a las personas de 40% a 30%; y subir el impuesto a las empresas al mismo 30%), un tema que debemos abordar es cuánta conciencia tenemos los chilenos de los impuestos que pagamos y cómo se relaciona eso con el estado de nuestra política.

El 2007, el IVA representó el 42% de la recaudación total de impuestos. En pesos por persona, significó que cada chileno pagó en promedio $ 420 mil en IVA. El problema es que como el IVA está incluido en los precios, no somos muy conscientes de que pusimos esa cantidad de plata en manos de las autoridades.

 De acuerdo a la economía clásica, la forma en que nos cobren el impuesto da lo mismo, porque todos sabemos que pagamos IVA y lo terminamos pagando igual. Pero como la economía del comportamiento (behavioral economics) viene mostrando hace rato, no somos perfectamente racionales, y la manera en que se nos presentan las opciones condiciona la forma en que operamos.

Si al elegir los productos en las góndolas del supermercado uno viera los precios sin IVA, y el recargo de 19% se hiciera recién en la caja, como ocurre en otros países, tendríamos mucha más conciencia de la cantidad de plata que pagamos en impuestos. Las cajeras nos recordarían a cada rato que el fisco se está haciendo cargo de un pedazo de nuestro sueldo. Porque tendemos a culpar a los mensajeros, es probable que la popularidad de las cajeras del comercio se fuera al piso. Pero también es probable que nos irritaran más la corrupción y las platas malgastadas. Que nos sintiéramos con más derecho a pedir rendición de cuentas. Puede que hasta nos interesáramos más en la política, porque nos daríamos cuenta de que nos toca, aunque nadie nos pregunte.

* Socio de Asset Chile. MBA y MPA de Harvard.

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