Por Andrew Chernin Agosto 22, 2009

Claudio abrió sus ojos a las cinco. Caminó hacia el exterior del barco y vio lo que el estrecho de Magallanes ofrecía a las cinco de la mañana. Una oscuridad que parecía romperse y que si lo hacía, sólo revelaría una cosa: ahí se acababa el mundo. En ese cielo y ese mar que Claudio había visto antes, pero que ahora se sentían distintos. El barco se movía poco y sólo habían pasado dos horas desde que el C-Sailor, ese remolcador que llevaba a Claudio Castro hacia aguas argentinas, había zarpado desde Punta Arenas. Y ahí, antes de que la tripulación comenzara a planificar sus turnos y se organizaran las primeras reuniones, había que recordar un detalle que quizás cruza toda esta historia: Claudio nunca tendría que haber estado ahí.

1.

La primera llamada no fue algo que esperaran. STS, la empresa de obras marítimas e ingeniería submarina donde Claudio es director ejecutivo, tenía su mirada puesta en la planta desalinizadora para Minera Escondida que desarrollaban con BHP Billiton. Ahí es cuando suena el teléfono en sus oficinas en Quintero. Algo sabían de la historia. Un buque chileno que se llamaba Polar Mist se había hundido al sur de Argentina mientras era remolcado por otra nave chilena de nombre Beagle. Y pasaba que la carga del Polar Mist -unos 474 lingotes de oro- en vez de haber llegado a Punta Arenas para ser enviada a Suiza, descansaba a 80 metros de profundidad.

Esa historia llenó un par de páginas de sitios en internet en enero. Páginas a las que Claudio llegó. Páginas que a Claudio le llamaron lo atención. Nada más que eso.

La voz al otro lado de la línea llamaba desde Holanda. Decía que era de Mammoet Salvage, una de las empresas de salvataje más grandes del mundo, y Claudio entendió todo. La voz le preguntaba si contaba con ciertos equipos y él le decía que sí. Después de algunos minutos, le preguntaron si estaba interesado en licitar para ir al rescate del oro del Polar Mist. Él lo pensó.

Se organizó una reunión con el directorio de su empresa donde el presidente habló. Y ése era el padre de Claudio. Ahí, reunidos con el resto, Claudio padre le dijo que no a Claudio hijo. El proyecto era atractivo, pero se sentía innecesariamente complicado. Eso hacía que no calzara con el perfil de la empresa. Y eso hacía que la discusión se cerrara.

Esa tarde, desde Quintero salió un mail hasta Holanda diciendo que lo sentían, pero no. Que mucha suerte. Que quizás en otra oportunidad.

2.

Hay muchas historias detrás de una idea que recibe un no. Historias como las de Claudio, que toda su vida escuchó cómo su padre, cuando estudiaba en la Universidad Católica de Valparaíso, tuvo una clase en que un profesor llegó enojado diciendo que se le había hundido un barco frente a la costa y que no sabía cómo rescatarlo. Preguntó, como quien tira una broma ácida, si alguno de sus alumnos podía ayudarlo. Y uno se para. Se llama Claudio Castro y dice que puede hacerlo. El profesor le dice que vaya a su oficina en la tarde y ahí, horas después, Castro le explica cómo lo haría. Que podría hacerlo con siete amigos más. Porque él era un tipo que había nacido buceando. Que pasaba todos sus ratos libres en el mar. Y por supuesto, terminaría rescatando el barco para ese profesor amargo.

Bajar tan profundo requiere respirar una mezcla de 13% de oxígeno y 87% de helio para no narcotizarse. Es meterse en un mundo tan oscuro, que sólo hay cinco metros de visibilidad. Tan distinto, que la única fauna que comparte espacio contigo son centollas y pulpos. Que lo que uno llama hogar queda 85 metros más arriba.

Claudio hijo escucharía, durante los 42 años que ha vivido, cómo después de eso su padre fundó STS en 1960, cuando aún estudiaba. Cómo paró una empresa que nunca sufrió accidentes de sus trabajadores. Y cómo durante toda su vida, Claudio padre había soñado con liderar un proyecto de buceo a más de 50 metros de profundidad. Escucharía también sobre cómo nunca encontró a alguien que quisiera ayudarlo a financiar los equipos que para eso se necesitaban. Porque esos iban entre los US$ 5 y los US$ 10 millones. No cualquiera podía pagarlos.

Todo eso estaba detrás de la propuesta de Claudio hijo en esa reunión en Quintero. Todos los cálculos y análisis decían que ir por ese oro no era factible. Pero todas las fibras de sus tripas le gritaban que ése era el momento. Que ahí, en algún punto de las aguas argentinas, había que ir a encontrar lo que su padre había estado buscando por casi medio siglo.

Sin embargo, la respuesta fue no.

Pasarían dos meses. Por la prensa, Claudio leyó que una empresa noruega con oficinas en Argentina había tomado el proyecto. Pero que todo había fracasado porque la tripulación quería un porcentaje del botín. Y las empresas aseguradoras que tenían que organizar el rescate no estaban dispuestas a dárselo.  

Claudio sabía que lo llamarían de nuevo. Equipos como el suyo sólo había 64 en el mundo. Ninguno de ellos lo suficientemente cerca del Polar Mist. Por mientras, habló con su padre. Le dijo que si Lloyd's, la empresa aseguradora inglesa de la carga, y Mammoet, la empresa holandesa que encabezaba el salvataje, les ofrecían un "esquema jurídico de protección bueno", entonces era posible. La llamada llegó un jueves entrado junio. La voz les pidió una reunión en Quintero para un martes y Claudio les dijo que estarían listos.

Cuando la delegación llega, pide revisar los equipos. Claudio les muestra todo su soporte técnico y uno de los tipos, que es el experto que han enviado los ingleses y se llama David Dickinson, le dice "conozco todos los equipos que hay en el mundo. Y el tuyo no lo conocía". Claudio le dice "bueno, te lo presento". Dickinson audita y revisa cada una de las partes. Lo haría por unas cinco horas. Pero después de mirar un poco, cuando ve que el equipo es de calidad, les hace una seña a los holandeses como queriendo decir está okey, ahora pasen a negociar. Y ahí Claudio se encierra con otras nueve personas para ver los acuerdos de contratos.

Los cazadores del arca perdida

Claudio quería completa protección para su equipamiento y su tripulación. Quería la facultad para suspender las actividades por mal tiempo y seguros de vida para cada uno de sus buzos. Puede haber sido por el cansancio o porque sencillamente Claudio sentía que por razones económicas, STS no tenía que hacer este proyecto. O porque sabía que Lloyd's necesitaba recuperar el oro. Que si no, tendría que pagarle US$ 20 millones a la minera que había contratado el seguro. Y que ésas no son cifras simples en años de recesión. Pero diez horas después hubo acuerdo. Los holandeses le conseguirían a Claudio un remolcador millonario llamado C-Sailor que descansaba en Brasil. Claudio preguntó cuándo partían. El lunes, le dijeron, tenía que estar en Punta Arenas.

3.

Después de algunas reuniones, Claudio vio cómo el C-Sailor llegaba a Punta Quilla en Argentina después de unas 12 horas de navegación. Ahí se subirían los buzos argentinos que completarían la tripulación y el gas helio para hacer los buceos. Porque, y ésta es una de las dificultades del buceo en profundidad, después de los 50 metros no se puede respirar oxígeno porque el buzo puede narcotizarse. Lo que se usa, entonces, es una mezcla con otros gases nobles como el helio.

Ya con algo de sol, podía verse el equipo que se había armado en sólo días. Había 120 toneladas de equipamiento que 6 camiones habían llevado desde Quintero hasta Punta Arenas. Una tripulación de 60 personas donde había un capitán tejano, 14 buzos chilenos, 6 argentinos y 4 mexicanos, además de los ingleses y holandeses.

Mientras el barco rompía con olas de ocho metros, apuestas corrían por los pasillos. Había varios que no creían que hubiera oro. Pensaban que se lo habían robado. Que bajarían 80 metros sólo para encontrar ladrillos.

Los cazadores del arca perdida

Marineros del C-Sailor sacando los lingotes desde el fondo del Atlántico.

Cuando llegaron al sitio, echaron a andar el sistema de posicionamiento dinámico que permitía que el barco se mantuviera estable a base de señales que recibía de satélites. Primero bajaron el robot para que encontrara al Polar Mist. Arriba todos lo seguían a través de las cinco pantallas que tenían monitoreando. Cuando dan con el barco hundido, preparan a los buzos. El primero en bajar se llamaba Héctor, y entre otras cosas, había formado parte de expediciones a Irak durante la última guerra. Después de la hora y media de pruebas de material y equipo, Héctor se metió a la campana -que no es más que una cápsula de dos por dos, llena de equipos de alta tecnología- junto a otro buzo para iniciar el descenso.

Bajar tan profundo requiere respirar una mezcla de 13% de oxígeno y 87% de helio para no narcotizarse. Es meterse en un mundo tan oscuro, que sólo hay cinco metros de visibilidad. Tan distinto, que la única fauna que comparte espacio contigo son centollas y pulpos. Que lo que uno llama hogar queda 85 metros más arriba. Y ése era el mundo al que Héctor había escogido pertenecer cuando abrió la escotilla de la campana y se metió en la primera bodega del Polar Mist. Una vez dentro, pudo ver los cuatro cajones. El problema es que ya habían pasado más de noventa minutos y Héctor tenía que volver. Una de las primeras cosas que Claudio explica sobre este tipo de buceo, es que muele hasta al cuerpo más fuerte. Que por eso, las comunicaciones entre el barco y el buzo son cortas. Que las respuestas nunca salen del afirmativo o negativo. Por eso, todos se sorprendieron cuando -al ser llamado de vuelta- se oyó su voz decir "espérenme un momento". Antes de subir, Héctor había sacado uno de los lingotes del cajón y se lo había llevado con él. Afuera todos corrieron a ver ese pedazo de mineral de oro forrado en una bolsa que daba todo el sentido a esto.      

Desde la cápsula, Héctor pasó a descomprimirse durante seis horas en una cámara hiperbárica y dejó el lingote en la campana. Los cinco oficiales a bordo de la Prefectura Naval argentina, que el juez del caso había puesto en el barco para contabilizar el oro, fueron los primeros en tomar el lingote. Lo pesan y revisan su número de serie. Y, al rato, dicen que todo calza. Que había valido la pena viajar hasta el fin del mundo.

Los cazadores del arca perdida

4.

Los cálculos decían 474 lingotes y ocho cajas. Tras un par de buceos, habían logrado subir tres de ellas. Y eso estaba muy bien. Pero había un detalle.

El C-Sailor tenía permiso para navegar en aguas argentinas hasta el 15 de julio. El problema no sólo era que ya estaban a 14, sino que venía un frente de mal tiempo. Claudio ve las corrientes bravas, las olas de 4 metros y el viento punzante. Ve cómo el barco se mueve y les dice a los holandeses que "con esas condiciones no se puede bajar". Y el jefe de los holandeses se irrita. Grita en un inglés gutural que el tiempo no estaba tan mal, que los monitores del barco no mostraban nada que obligara a suspender. Pero Claudio sabe que el contrato lo respalda y mientras mira al holandés, que era el maestro de salvataje de Mammoet, vuelve a ese día en Punta Arenas cuando decide bajar a uno de los técnicos y embarcarse. Porque en el plan original, Claudio debía supervisar desde tierra. Pero él intuía que llegaría ese día donde todo se iría al carajo y él tendría que estar a bordo para tomar decisiones. Así, esperaron 12 horas. Afuera, sólo se veía a las olas romper y al avión y patrulla marítima de la Prefectura Argentina que custodiaban al C-Sailor de piratas.

Cuando las condiciones mejoraron, la gente de Mammoet llamó a Buenos Aires y lograron ampliar el permiso hasta que la misión terminara. El oro justificaba su permanencia. Por eso, los buzos siguieron bajando y recuperaron la mitad del cargamento. Mientras, Claudio padre esperaba en las orillas de Punta Arenas pensando que sus hijos volverían.

Había olas de ocho metros que embestían al barco y por las ventanas se veía cómo nevaba sobre el Atlántico, mientras el C-Sailor arrancaba hacia Río Gallegos. Durante esos días hay simulacros y revisiones médicas y 300 películas en DVD. Pero el espacio se hace chico y, a ratos, la convivencia difícil.

Ahí es cuando vino la tormenta. Había olas de ocho metros que embestían al barco y por las ventanas se veía cómo nevaba sobre el Atlántico, mientras el C-Sailor arrancaba hacia Río Gallegos. Durante esos días hay simulacros y revisiones médicas y 300 películas en DVD. Pero el espacio se hace chico y, a ratos, la convivencia difícil. En su pieza Claudio ve a su hermano menor, Cristián, que es buzo, y recuerda que su padre le había pedido sólo una cosa: que volvieran los dos a casa.

Una vez que el temporal pasa y regresan a buscar las últimas 4 cajas al Polar Mist, el C-Sailor tiene 3 días de sol radiante. Se completan 20 buceos y ya sólo quedaban 7 lingotes que nadie podía encontrar. Claudio quiere dar por finalizada la misión, pero la gente de Mammoet y Lloyd's le pide un último buceo. El primero de agosto, Claudio llama a Héctor y Héctor baja con una especie de gancho y empieza a buscar a ciegas lo que el robot no había podido ver. Y de repente encuentra uno, dos, tres… y hasta 7 lingotes. Justo cuando termina, Héctor saca una bandera chilena de su bolsillo y la sacude a 85 metros de profundidad en aguas argentinas. Y los argentinos no pueden creerlo. Nadie puede, la verdad. Héctor sube, y mientras pasa por sus últimas seis horas de descompresión, la gente arriba del barco cuenta los lingotes. Suman 473. A nadie parece importarle.

Al día siguiente llegan a Punta Quilla. El ejército argentino había cerrado los caminos para que no llegaran ladrones ni periodistas. Cuentan los lingotes de nuevo y llegan a 474. Hay gente que grita que "no puede ser, que tienen que hacerlo de nuevo". Claudio se sube al barco que lo dejará en Punta Arenas el 3 de agosto, con una pequeña sonrisa.

Cuando llegan, recalan justo al lado del remolcador Beagle y los marineros del C-Sailor les gritan que les deben su honor. Que gracias a esa misión, la gente ya no iba a pensar que los del Beagle habían hundido al Polar Mist a propósito.

La despedida de los marineros es con una comida en Los Ganaderos, donde hay dos corderos magallánicos al palo. Después de unas horas, hay discursos y abrazos de 60 tipos que se sintieron hermanos en los mares donde la tierra se acaba.

Al otro día, los dos hermanos toman un vuelo a Santiago, donde a Claudio lo reciben su señora y sus hijos. Después se suben al auto y manejan hasta Viña, donde hay una fiesta sorpresa con el resto de la familia. Ahí lo esperaba su padre. Cuando llegó, Claudio lo miró a los ojos y le dijo esas cinco palabras que había esperado toda su vida para poder pronunciarle.

-Papá, se completó tu sueño.

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