Por Evelyn Erlij, desde París Julio 1, 2015

“El aumento de la islamofobia en Francia era anterior a los atentados terroristas. Pero luego de la marcha hubo una especie de discurso invertido, biempensante, como si la cuestión de la islamofobia no se planteara. Había algo muy disociado a nivel mental. ‘Yo soy Charlie’, es decir, ser francés era el derecho a caricaturizar a Mahoma. Si eso no es islamofobia, no sé lo que es”.

Seis meses después de la masacre, uno que otro número de Charlie Hebdo sigue apareciendo en los quioscos parisinos. Ya no hay filas demenciales para comprar el semanario. En la portada de esta semana, un miembro del FMI hunde la cabeza de un hombre en el agua junto a la consigna: “Salve a Europa. Ahogue a un griego”.

Según los quiosqueros, al poco tiempo de los atentados, menos de la mitad de los ejemplares comenzaron a ser comprados. Algunos, incluso, aseguran que las ventas cayeron hasta en un 90%. Francia, a modo general, sigue igual. No hubo cambios visibles, salvo el plan de seguridad Vigipirate, que implica, entre otras cosas, la inspección de bolsos en los edificios públicos. Tampoco se respira más fraternidad entre los cuatro millones de franceses que salieron a marchar el 11 de enero.

Ese día histórico, Emmanuel Todd (1951), demógrafo, sociólogo, historiador, antropólogo y uno de los intelectuales más reputados del país, no salió a la calle. Miró la manifestación en su televisor y rechazó todas las entrevistas que le pidieron. Ver a sus compatriotas marchando al lado de François Hollande, el presidente más impopular de la historia de Francia, y advertir lo que consideró una instrumentalización política de la tragedia, lo sumió en una especie de arrebato febril. Al punto de decidir volcar esa rabia en ¿Quién es Charlie? Sociología de una crisis religiosa, un libro visceral, que escribió en apenas 30 días y que ha vendido 60.000 ejemplares, y en el que trazó un perfil feroz del país que marchó en favor de la libertad. 

Su metodología: examinar los datos demográficos de la manifestación a nivel regional y sociopolítico, usando la lógica que lo hizo célebre en su primer libro, La caída final (1979), en el que predijo el fin de la Unión Soviética a partir de un análisis estadístico de su realidad social y económica.

Sus conclusiones: la Francia proletaria, los jóvenes de los suburbios (musulmanes o no), y las clases populares, en general, “no fueron Charlie”; y los que marcharon serían parte de una burguesía biempensante movida por una “falsa conciencia” y por un discurso único, que defiende la libertad, pero que olvida la igualdad. 

Las preguntas de Todd son rudas: ¿acaso los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly, los asesinos, no son productos de la sociedad francesa? Peor aún: ¿no serán un reflejo invertido y patológico de la mediocridad de una elite política que abandona a los jóvenes en la sobreexplotación y el desempleo? Desigualdad, exclusión, islamofobia y laicismo obsesivo estarían fracturando al país de los derechos del hombre, advierte el sociólogo, quien acusa que ser Charlie –sinónimo de ser francés– significa que blasfemar a Mahoma, profeta de un grupo frágil y discriminado, es parte de la identidad francesa. Lo más grave, dice, es la subestimación del antisemitismo: todos eran “Charlie”, pero nadie era “Hyper Cacher”.

La reacción de la prensa tras la salida del libro, en mayo, fue bestial. En su visita a una de las radios más importantes, France Inter, se trenzó en una discusión furibunda con el conductor, al punto de casi abandonar el estudio. A los insultos de periodistas y especialistas, se sumó un texto en Le Monde en el que el primer ministro, Manuel Valls, le respondió con indignación que no, que el 11 de enero no fue una impostura. Nada de esto fue extraño: el tono del texto es corrosivo (“Francia sufrió en enero de 2015 un ataque de histeria”, apunta en la primera línea), y a ratos su análisis puede sonar generalista. “Mi libro tiene muchos defectos, como la dosis de polémica y de violencia verbal”, admitió Todd. Aun así, las preguntas que plantea son dolorosas y lúcidas. La batahola, sin embargo, lo tiene agotado. Por eso, dice, esta será su última entrevista.  

–¿En qué momento sintió la exasperación que lo llevó a escribir el libro? 

–Desde siempre me sentí ajeno a la marcha. Obviamente, me impactó mucho el atentado del 7 de enero, como a todos. Las manifestaciones espontáneas que hubo ese día me parecieron muy bien y hubiese ido. La exasperación comenzó cuando la emoción sincera de la gente cayó en una suerte de manipulación política. Y eso ocurrió cuando la marcha se convirtió en algo oficial en manos del Estado. 

–Los días previos a los atentados, el gran tema en Francia era la islamofobia, a propósito del libro Sumisión, de Michel Houellebecq, el que muchos consideraron una incitación al odio. Tras las matanzas, en cambio, poca gente osó debatir si los dibujos de Charlie Hebdo eran islamófobos o no. ¿Cómo interpreta esto?

–Ese es el núcleo de la hipocresía. El aumento de la islamofobia en Francia era anterior a los atentados terroristas. Pero luego de la marcha hubo una especie de discurso invertido, biempensante, como si la cuestión de la islamofobia no se planteara. La dimensión islamófoba de la manifestación fue negada de manera impresionante. Muchos periodistas me decían: ¿pero cómo hablar de islamofobia después de esta manifestación? Mientras que su temática era el derecho de poder publicar caricaturas de Mahoma. Había algo muy disociado a nivel mental. “Yo soy Charlie”, es decir, ser francés era el derecho a caricaturizar a Mahoma. Si eso no es islamofobia, no sé lo que es.

–Pero Charlie Hebdo blasfemaba contra católicos, musulmanes y judíos por igual.

–En el contexto del antisemitismo actual, y en una Francia donde los católicos practicantes y creyentes son una pequeña minoría, no es muy interesante. Es una ilusión: lo único que interesaba en Charlie, y el único momento en que lograban vender ejemplares, era cuando estaban en “modo islamófobo”. Todo lo demás no eran más que coartadas. 

–¿Cree, entonces, que Charlie sobrepasaba los límites de la libertad de expresión?

–No. Charlie Hebdo era un diario, quizás un mal diario, un diario islamófobo que tenía derecho a existir y que se debería haber protegido mejor. Me escandaliza la ineficacia de la policía. La verdadera libertad es autorizarlo, protegerlo bien, pero también resguardar el derecho a decir que era un diario de mierda. Reclamo el derecho a la contrablasfemia. Cuando decía cosas así, me decían: “Pero haces una apología al terrorismo” o “no eres un verdadero francés”. Cosas sin sentido. 

–En Estados Unidos e Inglaterra, una ley contra el velo islámico, como la que existe en Francia, se considera como una violación al derecho de libertad de expresión. 

–Acepto encarnar la imperfección del principio de libertad, porque, por un lado, creo que hay que seguir prohibiendo el velo en Francia, porque es la tradición local, y también porque simboliza la posibilidad de matrimonio entre todos los niños de todos los orígenes. Pero, por otra parte, estoy listo para luchar y tomar riesgos para que dejemos a los musulmanes en paz en el espacio público. Si logro vivir con esta contradicción, significa que no es un problema para la especie humana. 

–Pero es curioso: la gran motivación de la marcha era la defensa de la “libertad”.

–Pero era una libertad para la mitad de la sociedad. La gente gritaba “libertad” en el momento en que todas las libertades estaban asfixiadas. Ese es el “destello totalitario” del que hablo en el libro. Había una inversión total de la realidad, y lo viví directamente, porque es el único momento de mi vida en que tuve miedo de expresarme. Nadie podía decir “yo no soy Charlie”. Y uso la palabra “totalitario” sobre todo por la forma en que el movimiento se apoderó de los niños. Hubo niños convocados a las comisarías para denunciar a sus padres, alumnos obligados a hacer minutos de silencio en los colegios. Fue la destrucción de la libertad en nombre de la libertad. 

–¿De dónde vendría la islamofobia que denuncia en el libro?

–Se acentuó mucho con la presencia de Nicolas Sarkozy. Una de las cosas que he estudiado es el aumento de la islamofobia en las clases medias francesas, diferente de la arabofobia de las clases populares. Los años 1980-2000 fueron los años de alza del Frente Nacional (el partido de extrema derecha), de una arabofobia popular ligada a fenómenos de coexistencia en los suburbios. Después de 2000 ó 2005, con Sarkozy, se instala una islamofobia en las clases medias: es decir, una fijación no sobre las familias árabes de inmigrantes o de origen árabe, sino sobre la religión como símbolo.

Si la situación evoluciona peor aún, podremos establecer un nexo entre el antisemitismo de antes de la Segunda Guerra Mundial y la islamofobia de hoy. Pero son hipótesis audaces. 

–Usted dice que los que marcharon con lápices en la mano insultaron la historia, ya que se olvidó que las caricaturas antisemitas antecedieron la violencia física a los judíos por parte de los nazis. 

–Dibujar no es simplemente hacer caricaturas. Eso revela una conciencia histórica  absolutamente nula. En esta manifestación estuvieron todos los defectos psicológicos e intelectuales de esta época, entre ellos el olvido de la historia. 

–Francia parece ser uno de los países con más antisemitismo en Europa: aparte de Hyper Cacher, están la matanza de Toulouse (2012) y las profanaciones constantes a cementerios judíos. Usted afirma que escribió el libro, en parte, porque le impactó la subestimación de la dimensión antisemita de los atentados. ¿Cómo se explica esto? 

–Sí, por primera vez escribí un libro en calidad de judío. Pero no saltaría tan rápido a la conclusión de que en Francia el antisemitismo es peor. Aquí hay más incidentes violentos, pero no puedo dar una interpretación. Puedo explicar que la intensidad de la islamofobia francesa lleva a un antisemitismo, pero no me atrevo a decir que en Francia sea peor. Acá quizás es más grave, porque la comunidad judía es la más importante de Europa Occidental. Cuando se hace el análisis sociológico, se constata que los grupos que están en el poder son los descendientes de la Francia que fue antisemita y que participó en (el régimen de) Vichy. Y cuando se ve este entorno que permite que los obreros de origen francés se lancen contra los árabes, y los árabes contra los judíos, da muchísimo miedo.

–¿Cómo ve a Francia medio año después de los atentados?

–No hubo un cambio ni político ni económico, así que las condiciones para que haya más tensión, más atentados, más islamofobia y antisemitismo están todavía ahí. La gente sigue hablando únicamente del islam, mientras que la realidad de Francia es el fracaso masivo de la política económica del gobierno, es un desempleo que aumenta cada vez más rápido, es un euro que no funciona, es la sumisión a Alemania, la opresión de Grecia. Y todos hablan del islam, cuando no hay más de un 5% de musulmanes en Francia. Es una enfermedad. 

–¿Tanto así como en Estados Unidos después de los atentados de 2001?

–Es más grave en Francia, porque hay muchos más musulmanes. Y es más peligroso: Francia es capaz de dar a luz regímenes totalitarios cada cierto tiempo. Estados Unidos no. Inglaterra tampoco. Por eso, cualquier ley represiva en Francia será más peligrosa.

La gente piensa: somos franceses, somos razonables, no fuimos a la guerra de Irak. Se cree que el patriot act a la francesa nunca va a pasar. ¿Quién inventó la libertad de prensa? ¿Los franceses o los ingleses? No fueron los franceses. La obsesión del islam reemplazó todas las problemáticas políticas. 

–Llama la atención que el concepto de “igualdad” no se escuche mucho en los discursos políticos franceses.

–El alza de la desigualdad ocurre en todo el mundo. Pero en Francia toma formas particulares, porque ni los angloamericanos ni los alemanes ni los japoneses tienen la igualdad entre sus principios. Nuestro problema es que sí la tenemos. Vivimos con una contradicción entre nuestros valores históricos y la realidad del mundo avanzado.

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