Por Javier Rodríguez A. Junio 4, 2015

© Verónica Díaz

“Cuando vivía en París me llamaban en medio de la noche y decían “ pronto morirás ” . Y también el imán francés me amenazó. Me dijo que, si seguía hablando, sería asesinado. Que mandaría a un niño de 13 años a matarme. Aún no me lo topo”.

Cuando la recepcionista del hotel llama por altoparlantes a Joseph Fadelle, genera una pequeña revuelta en el lobby. Un hombre moreno, alto, agitado, gesticula enojado ante su traductor: sube la voz, mueve sus brazos y alega en árabe. “Lo que pasa es que no lo pueden llamar en voz alta. Recuerden que él está amenazado de muerte”, explica su representante y traductor. Fadelle -alguna vez Mohammed al-Sayyid al-Moussawi, heredero de una rica familia chiita iraquí- vive así desde que decidió abandonar el islam para convertirse al cristianismo. Sobre él cayó una fatwa (pronunciamiento legal en la charia, ley islámica ) dictada por la más alta autoridad chiita de Irak de aquel entonces, el ayatolá Mohammed Sadr. “Estoy resignado. Sé que un día vendrá un musulmán y me matará”, explica. “Por eso mismo no puedo vivir nunca mucho tiempo en el mismo lugar en Francia”. De paso por Santiago, a donde llegó para dictar una charla frente a estudiantes de la Universidad Católica el pasado 25 y 26 de mayo, Fadelle cuenta su historia, el testimonio de un hombre criado en el privilegio de una de las familias chiítas más ricas del Irak de Saddam Hussein, quien parecía a salvo de la obligación del servicio militar hasta que un error burocrático lo llevó al cuartel, y luego a su combate más duro.

Sucedió en 1987. Su destinación fue un campamento a unos veinte kilómetros de Shatt al-Arab, en la frontera con Irán. Pensó que serían unas pocas semanas, pero estuvo más de ocho meses. Al llegar, el espanto: se dio cuenta que tendría que compartir celda con un cristiano, lo que le repugnó. En su cultura los cristianos son vistos como poco higiénicos y, peor aún, enemigos del islam.

A medida que pasaban los días, se daba cuenta de que Massoud, su compañero, no era tan malo. Luego intentó convertirlo al islam, algo que consideró su deber. Pero sus conversaciones tuvieron el efecto contrario: el musulmán vivió una crisis religiosa, y encontró sus respuestas en el Evangelio que tenía Massoud. Se comenzaba a sentir cristiano y, en las visitas a su familia en Bagdad le era cada vez más difícil seguir los ritos musulmanes.

“Me sentía un doble traidor: a mí mismo, porque no era fiel a mis nuevas creencias; y a mi familia, porque la engañaba haciéndome pasar por musulmán”, recuerda Fadelle. “Estaba en una encrucijada que me tenía cada vez peor”.

Tras dejar el regimiento, pasó cuatro años buscando bautizarse. Golpeaba, escondido, las puertas de todas las iglesias católicas de Bagdad. Todas se le cerraban. “No se puede sacrificar a todo el rebaño por salvar a una oveja”, le decían los sacerdotes iraquíes.

En ese tiempo se casó con una desconocida -un matrimonio arreglado con su padre-, y tuvo a su primer hijo. No pasó mucho antes de que su esposa, Anour, comenzara a dudar de sus constantes y sigilosas salidas. Él decidió contarle la verdad: era cristiano, y se escapaba para ir a misa.

Inicialmente su mujer tomó a su hijo y se fue a la casa de sus padres. Pero al poco tiempo Fadelle logró que ella también se convirtiera. “Nos subimos al auto y vi su cara de felicidad: agarró su velo y lo tiró por la ventana. A la vuelta claro, tuvimos que comprar otro para seguir aparentando”, cuenta.

CONDENADO
El matrimonio llevó su fe en secreto por años. Hasta que un día de junio, a la vuelta de una reunión con un padre católico, Fadelle encontró su casa toda revuelta. Sus hermanos habían revisado todo y encontrado el viejo ejemplar de la Biblia que su compañero en el servicio militar le había regalado. Al preguntarle a Azhar, su hijo, qué hacía los domingos, este hizo la señal de la cruz. Estaban perdidos.

Al día siguiente, sus hermanos fueron a buscarlo, le dieron una paliza y lo llevaron en el maletero de un auto a ver a su padre. Ahí estaban, además, sus tíos y primos, incluido Hassan, miembro del servicio secreto. Lo encararon y él confesó ser cristiano. Su madre propuso sacrificarlo. La resolución fue llevarlo a Nadjaf, lugar santo donde se toman las decisiones políticas de la tribu, a enfrentar a la más alta autoridad chiita de Irak, el ayatolá Mohammed Sadr.

“Se me ocurrió negar todo acusando la envidia que siempre me habían tenido mis hermanos. Le dije al ayatolá que era una jugada de ellos para quedarse con el dinero de mi herencia”.

Ahí Sadr dudó. “Si se confirma que es cristiano, habrá que matarlo. Alá premiará a quien cumpla esta fatwa”, dijo el ayatolá.

Luego fue conducido a Abu Ghraib, el centro de encierro y tortura de los contrarios al régimen de Hussein. Lo hacen entrar y quitarse toda la ropa, para luego pasarlo a una celda de dos por dos metros que compartirá  con otros 16 detenidos por nueve meses.

“Los primeros tres meses nunca pasaron más de tres días sin que me interrogaran. Estos incluían golpes y descargas eléctricas. Era un dolor inhumano”.

A los nueve meses fue liberado sin ninguna explicación.

LA ÚLTIMA SALVACIÓN
A su regreso, su familia organizó una fiesta, creyendo que el amedrentamiento habría servido para que Fadelle volviera a ser el de antes. Pero la fiesta conlleva humillación: sólo recibe dinero para los gastos esenciales y tiene a dos de sus hermanos viviendo con él, vigilando que ni él ni su familia sigan con sus escapadas católicas.

A medida que los días pasan, la situación se va haciendo insostenible. Las salidas de Fadelle lo exponen a él, pero también a los feligreses, cuyos nombres intentaron sonsacarle en las jornadas de tortura. Es entonces que el padre Gabriel, su consejero espiritual, lo obliga, en nombre de la Iglesia, a dejar Irak.

Preparó la fuga por cuatro meses, luego de los cuales logró escapar junto a su mujer a Jordania. Allá fueron bautizados y subsistieron gracias a la ayuda de la Iglesia Católica local. Hasta que el 22 de diciembre del 2000, sus hermanos y su tío Karim lo encontraron y lo llevaron al desierto de Amán. Ahí le dieron la última oportunidad: si regresaba a Bagdad, le dijeron, recuperaría todos los privilegios de ser el heredero de su padre. Pero él no cedió.

Su tío empuñó una pistola y disparó varias veces a un Fadelle que corría entre balazos, hasta caer.

LA AMENAZA PERMANENTE
Fadelle despertó en el hospital y al salir supo que debían marcharse más lejos. Llegaron a Francia en agosto de 2001. De nuevo empezaban de cero. En 2011 contó su historia en El precio a pagar, una autobiografía que puso el foco, y la condena, aún más sobre él. 

-¿Cómo se mantenía?
-Como en Irak nunca estudié ni trabajé, tuve que hacer de todo. Primero era garzón en restaurantes, luego moví maletas en el aeropuerto. Luego, debido a los abusos que recibí en la cárcel, se me diagnosticó una poliartritis que me impedía trabajar. Desde ahí que vivo de la pensión que me da el Estado francés.

-En Francia hay una gran población musulmana, ¿ha recibido amenazas?

-Sí, cuando vivía en París me llamaban en medio de la noche y decían “Allahu Akbar, pronto morirás”. Y también el imán francés me amenazó. Luego de que se publicó el libro, vio una nota de prensa y un día que nos topamos me dijo que si seguía hablando, sería asesinado. Que el mismo mandaría a un niño de 13 años a matarme con un cuchillo. Aún no me lo topo.

-¿Tiene contacto con su familia en Irak?
-Mi padre murió al mes de que llegué a Francia pero Hussein, uno de mis hermanos que me disparó en Jordania, consiguió mi número y hablamos seguido. Pero sólo de temas triviales: de Irak, de nuestra familia. Él me pidió expresamente que no habláramos de religión. Y por motivos de seguridad, tampoco sabe dónde vivo.

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