Por Evelyn Erlij, desde París Enero 15, 2015

Una imagen familiar para hacerse una idea: nunca el metro de París se había parecido tanto al Transantiago en horario peak. Vagones colapsados, turbas que avanzan a paso de hormiga, asistentes de andén sobrepasados, y tres grandes diferencias: en la capital francesa no hay cuatro, sino catorce líneas de tren subterráneo; es un día domingo y la gente circula tranquila. Por los altavoces se informa que una decena de estaciones están cerradas. Es el domingo 11 de enero, el día de la marcha republicana contra la masacre de Charlie Hebdo, y 1,6 millones de parisinos -de un total de 2,2 millones- se movilizan hacia la Place de la République. Las calles están saturadas y la gente tendrá que descender varias estaciones antes. Las puertas del metro se abren, los vagones se vacían y los que quedan dentro son mal vistos por los que van a marchar. Hay unos pocos que no quieren “ser Charlie” en este día de unidad nacional.

Las calles delimitadas para la marcha están desbordadas, la gente improvisa rutas paralelas, 2.200 policías resguardan a los manifestantes y todos caminan en silencio. La imagen emociona. El mensaje es claro: Francia se levanta contra el terrorismo y defiende la libertad de expresión. “Yo soy Charlie, yo soy Ahmed (el policía musulmán asesinado por los hermanos Kouachi), yo soy judío”, se lee en varias pancartas. El hormigueo incesante de gente que marcha -y que en las vistas aéreas parece un bloque inquebrantable- recuerda lo obvio: “Yo soy Charlie” es el lema de una nación que desde 1789, año de la Declaración de los Derechos del Hombre, da lecciones al mundo sobre la libertad de pensamiento y de expresión. La mejor postal de ello es el presidente François Hollande abrazando a los sobrevivientes de Charlie Hebdo, medio que se ha dado festines con sus dramas pasionales y que lo puso en portada con un viagra en la mano.

De lejos, la marcha es una imagen poderosa de unidad. De cerca, aparecen las grietas: mientras algunos entonan la Marsellesa, otros callan indignados ante un himno de guerra cuyo simbolismo nada tiene que ver ni con el momento histórico ni con el espíritu de Charlie Hebdo. “Mucha gente cantó la Marsellesa”, constató en Les Inrockuptibles el caricaturista Luz, uno de los pocos que no murió en el ataque. “Estamos hablando de la memoria de Charb, Tignous, Cabus, Honoré, Wolinski: ellos se habrían cagado en este tipo de actitud”, dijo. Luego denunció: “Esta unanimidad le es útil a Hollande para rearmar la nación. Y le es útil a Marine Le Pen (líder de la extrema derecha) para pedir la pena de muerte”.

Esa interpretación política también se leyó en algunas pancartas: “Yo no soy Hollande ni Sarkozy ni Merkel ni Rajoy ni Netanyahu ni Abbas”, decía un cartel en manos de un manifestante. Varios de los que no salieron a marchar -y que divulgaron en internet el hashtag #YoNoSoyCharlie- acusaron una instrumentalización de la tragedia en favor de una clase política desprestigiada y de un presidente que se erige como el más impopular desde la Segunda Guerra Mundial. “En términos políticos fríos, la extrema derecha y el presidente francés ganan”, tituló el New York Times, citando a su vez a un periodista de Le Figaro diciendo: “Tendremos que ver cuánto va a durar esta muy frágil unidad. Ya verá, la próxima semana todo empezará a derrumbarse otra vez”.

También hubo otros ausentes en la marcha. Hollande convocó a todos los partidos políticos a manifestarse y de inmediato se armó una trifulca en la prensa: ¿Tenía que participar también el Frente Nacional (FN), el partido de extrema derecha que despotrica contra inmigrantes, musulmanes y judíos, y que obtuvo la primera mayoría en las últimas elecciones europeas? No hubo respuesta oficial y esa fue la excusa perfecta para que el FN se lavara las manos. Ningún miembro del partido asistió. 

Al día siguiente de la masacre en Charlie Hebdo, el minuto de silencio decretado por Hollande no fue respetado por varios alumnos en unos 70 colegios del país. 3.700 mensajes proatentados fueron detectados en internet por la policía y una persona fue condenada a cuatro años de cárcel por apología al terrorismo. En el otro extremo, Jean-Marie Le Pen (padre de Marine y presidente de honor del FN) llamó a la calma: “Keep calm and vote Le Pen”, posteó en Twitter, para luego decir: “Yo no soy Charlie. Soy Charles Martel”, en alusión al rey de facto del reino franco que derrotó a los musulmanes en el siglo VIII.

La contradicción es evidente: ¿Cómo es posible que un país que defiende de forma tan masiva la libertad esté atrapado entre dos facciones -el islamismo radical y la extrema derecha- tan oscurantistas?

 

LA ISLAMOFOBIA DE CADA DÍA
Una semana después de los atentados terroristas, las sirenas de las patrullas policiales se escuchan a cada hora en París. Por el Sena pasan patrullas de la brigada fluvial,  y las sinagogas y colegios hebreos están rodeados de policías con armas largas. Dos días antes de la toma de rehenes en el supermercado Kosher, Le Figaro anunció que unos 10 mil judíos emigraron de Francia en 2014 por el sentimiento de inseguridad. Por su parte, el Observatorio contra la Islamofobia contabilizó el miércoles pasado 54 ataques contra mezquitas y otro tipos de amenazas, incluyendo impactos de balas, rayados e incendios.

Por todo París, en tanto, se sigue leyendo la consigna “Yo soy Charlie” en vitrinas, ventanas y afiches emplazados en espacios publicitarios.

Francia aún no vuelve del todo a la normalidad. Pero el miedo no tiene que ver sólo con la seguridad, sino también con el futuro electoral: según las encuestas, un 25% de los franceses apoya al Frente Nacional y se cree que ese partido estará a la cabeza de las elecciones regionales y departamentales de marzo. De ahí que no sea delirante imaginar una Francia gobernada por el clan Le Pen en 2017, idea que aterra a un país multicultural que ha luchado contra el extremismo de derecha desde los tiempos de la Revolución, que ha visto su historia manchada por episodios de odio (el caso Dreyfus es el hecho de judeofobia más emblemático de la preguerra) y que vio a Jean-Marie Le Pen -un hombre que dijo que las cámaras de gas son un “detalle de la historia”- pasar a segunda vuelta en las presidenciales de 2002. 

Mientras cuatro millones de personas marchaban el domingo pasado, Marine, su hija, movilizó en el sur de Francia a un millar de simpatizantes para distinguir su manifestación de lo que llamó “la gran máquina de lavado de conciencia” de los líderes políticos presentes en la marcha. También denunció una falta de mano dura en las políticas relativas a las fronteras y al desarme de las banlieues (los suburbios); pidió el regreso de la pena de muerte y la supresión del espacio Schengen de libre circulación.

Hoy los franceses están acostumbrados a oír estos discursos radicales, incluso en la televisión: hasta diciembre se podía ver en el programa Ça se dispute al periodista Éric Zemmour (el reaccionario de ultraderecha de moda) espetando cada semana su tirria a la inmigración, a los árabes y a los africanos. El romance se acabó cuando el panelista fue despedido tras sugerir la deportación de los 5 millones de musulmanes franceses. Aún así, su libro El suicidio francés, en el que reclama el debilitamiento del Estado-nación, fue uno de los best sellers de 2014.

Hoy, Zemmour está bajo vigilancia policial tras recibir amenazas de muerte.

En un momento en que los franceses necesitan una reacción firme ante la amenaza terrorista para sentirse tranquilos, el gran problema es lograr un equilibrio entre la necesidad de integración y aceptación de su realidad multicultural, y la obligación de frenar un radicalismo religioso que hoy se expande (más de 2 mil franceses están involucrados en redes de islamismo extremista) y que comienza a roer las bases de su democracia. “Francia está en guerra contra el terrorismo, el yihadismo”, dijo el martes el primer ministro Manuel Valls, “pero no contra una religión”. Pero el reto de esta Francia que busca la unidad es muy duro: ¿Cómo frenar en paralelo el avance de dos extremismos -uno religioso y el otro político- que se nutren de odio para existir?

LAS RAÍCES DEL MAL
El miércoles pasado, una semana después de la masacre, cientos de franceses madrugaron frente a los quioscos para comprar Charlie Hebdo, que llevó en portada una caricatura de Mahoma sosteniendo una pancarta de “Yo soy Charlie” con lágrimas en los ojos. La última vez que el profeta apareció en portada fue en 2011 y provocó que sus oficinas fueran incendiadas. Mientras algunos líderes del Islam francés llamaron a la tranquilidad, el Gran Mufti de Egipto (mayor autoridad legal del Islam en ese país) advirtió que este número “va a levantar una nueva ola de odio en la sociedad francesa”. En tanto, un número importante de musulmanes han salido a las calles estos días con un mensaje inequívoco: “No a la estigmatización”.

Aunque las autoridades francesas han llamado a no hacer amalgamas entre la religión musulmana y el islamismo radical, lo cierto es que ser musulmán en un país donde la mayoría dice “ser Charlie” no es fácil, no sólo porque hay unos pocos que no logran hacer la distinción -ahí están los atentados a las mezquitas-, sino también porque muchos musulmanes se han dicho insultados por la revista. Un ejemplo: En 2013, la Liga de defensa judicial de los musulmanes se querelló contra el medio por “provocación a la discriminación y al odio”, e hizo lo mismo contra el ministro del Interior cuando afirmó que “de aquí a diez años, debemos demostrar que el Islam es compatible con la democracia”.

No hay que exagerar: el fenómeno de los niños que no hicieron el minuto de silencio o de quienes defendieron los ataques terroristas es minoritario, pero es el síntoma de un resentimiento palpable en los sectores marginales de un país que, ante los ojos de algunos, no ha sabido lidiar ni asumir del todo las consecuencias de una colonización dolorosa.

Nader Alami, responsable del organismo de ayuda Islamopsy, dijo a Le Figaro que en las periferias de París hay cientos de jóvenes en dificultades “convencidos de no pertenecer a una sociedad que los quiere destruir”. “Tienen un odio increíble dentro de ellos -añadió Jamel Guenaoui, vocero de otro colectivo por la diversidad-. Hay que sacarlos de ese medio para que comiencen a aceptar a los demás y a aceptarse a sí mismos”.

Los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly, los autores de los atentados, eran parte de esa población excluida que, según los expertos, sería más propensa al discurso terrorista. Pero el problema del resentimiento es más profundo y no sólo tiene una arista social. Sus  raíces  -retorcidas hasta el delirio por el islamismo radical- se extienden por varios siglos: “La humillación de la cual es víctima el Islam se remonta a la expulsión de los moriscos de España”, dijo Ayman Al-Zawahiri, el líder de Al-Qaeda que supuestamente ordenó la matanza de Charlie Hebdo. Bin Laden lo reiteró en 2001: “Nuestra nación sufre desde hace más de 80 años esta humillación”, reprochó, en una alusión aparente a la Declaración Balfour (1917), que estipuló la creación de un Estado judío en Palestina, y al derrumbe del Imperio otomano (1923), que puso fin a siglos de poderío islámico en el planeta.

La tragedia del pueblo francés no soporta explicaciones. “Nuestros compañeros no cayeron por Francia. Se cree que Charlie cayó por la libertad de expresión. Nuestros compañeros están simplemente muertos”, dijo el caricaturista Luz, quien rechaza que Charlie Hebdo se convierta en un símbolo cuando los símbolos siempre fueron los blancos de sus dibujos. Oponer libertad y fanatismo religioso es una forma reduccionista de ver esta llamada “Guerra santa en la cuna del laicismo”, como tituló El País. Lo trágico no es sólo la matanza de una veintena de personas. Es también entenderla como el resultado de una historia escrita por seres humanos que durante siglos no han sabido coexistir.

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