Por Carlos Meléndez, cientista político peruano Diciembre 17, 2014

Si existe alguna consistencia “ideológica” en el pragmático Humala, es su antifujimorismo. Negó el indulto a Alberto Fujimori y aprovecha cualquier ocasión para estigmatizar a sus principales opositores. Por ejemplo, hace unas semanas indicó que el fujimorismo “nació de una cloaca”.

El día en que Alberto Fujimori aterrizó en Santiago procedente de Tokio estaba iniciando una nueva etapa del proyecto político más sólido del Perú contemporáneo: el fujimorismo. Aquel verano del 2006, el ex presidente peruano había tomado un gran riesgo: dejar su refugio japonés y exponerse al sistema jurídico internacional. Su cálculo falló: finalmente fue deportado a Perú, procesado y condenado a 32 años por delitos de corrupción y violaciones de derechos humanos. Así se cerraba un capítulo en la historia política peruana pero, a la vez, comenzaba un fenómeno inesperado para la mayoría de analistas: el neofujimorismo.

"LA RESISTENCIA"
Después de la caída de Alberto Fujimori en el 2000, el fujimorismo vivió su etapa más lúgubre. El otrora régimen autoritario que había centralizado todos los poderes formales e informales alrededor de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos (el siniestro asesor de inteligencia) se había convertido en una secta. Durante el primer lustro del milenio, muy pocos reconocían públicamente sus simpatías por el ex presidente. Ex defensores del “Chino” guardaban sepulcral silencio, otros ex funcionarios estaban presos o fugados y las pocas parlamentarias que quedaban fueron desaforadas. Algunos lograban reunirse, religiosamente, en viejas oficinas del centro de Lima para escuchar, casi secretamente, los mensajes que su caudillo enviaba en videos desde Japón. Ellos mismos bautizaron ese período como “la Resistencia”.

El retorno -escala en Santiago y sometido a la justicia-de Alberto Fujimori al Perú sirvió inevitablemente para rearticular a sus viejos colaboradores en el contexto de los comicios generales del 2006. Con la anuencia de su líder, decidieron que la ex presidenta del Parlamento, Martha Chávez, fuera su candidata presidencial, y que Keiko Fujimori, hija del ex mandatario y ex primera dama, encabezara la lista al Congreso. Mientras la atención pública se concentraba en la disputa electoral entre otro ex presidente, el aprista Alan García, y un outsider militar, el nacionalista Ollanta Humala, el fujimorismo volvía a las calles. Aquellos resultados electorales levantaron la ceja de más de uno: Martha Chávez había obtenido el 7% y Keiko Fujimori se consagraba como la congresista más votada de Lima.

MILITANTES SIN PARTIDO
Alberto Fujimori despreciaba a los partidos políticos, en los discursos y en los hechos. Nunca formó una organización partidaria, sólo vehículos electorales que cambiaba a placer. Cambio 90, Nueva Mayoría, Vamos Vecino y Perú 2000 fueron algunos de los membretes empleados. Por eso, cuando el fujimorismo pretendió recomponerse, luego de las elecciones del 2006, no tenía siquiera un local, mucho menos registros o comités funcionando. Tenía, en cambio, el capital más preciado en un desierto de desafección política: “militantes”.

El retorno del fujimorismo al Parlamento  y el juicio público al líder fundador, alentaron a los fujimoristas a salir del invernadero. La condena a Alberto Fujimori -luego de un proceso judicial impecable- generó todos los ingredientes para afianzar aún más una identidad fujimorista. De pronto, los naranjas -el color emblemático fue lo único que no cambió desde 1990- se encontraron con un martirologio propio: la libertad de su líder se había convertido en una causa aglutinadora. Si la justicia había negado tal posibilidad, la elección de Keiko como presidenta fungía como reivindicación perfecta.

Los sondeos previos a la elección presidencial del 2011 otorgaban a Keiko Fujimori un sólido 20% de las preferencias. Mientras el resto de candidatos subía y bajaba según el humor volátil del elector peruano, el apoyo fujimorista se mantenía consistente. Fue el primer indicio de que algo superior a una simpatía coyuntural o a un gesto de agradecimiento se había cultivado. Según un estudio propio realizado en esa coyuntura, el núcleo duro de fujimoristas alcanzaba el 9,5% del electorado, pero el simpatizante podía sumar más. De hecho, el 23,5% obtenido en primera vuelta le permitió clasificar al balotaje en el que enfrentaría al outsider de turno Ollanta Humala.

La segunda vuelta del 2011 -definida por el Nobel Vargas Llosa como una elección entre el cáncer terminal y el Sida- develó la fibra de la nueva versión del fujimorismo. Salieron a flote los rezagos de un pasado nefasto (el caso de esterilizaciones forzadas a mujeres andinas de bajos recursos), lapsus que confesaban la subsistencia de reflejos autoritarios (“nosotros matamos menos”, dijo un vocero de campaña comparando las cifras de la violencia política del fujimorismo con otros gobiernos) y la posibilidad de una grave arbitrariedad (la libertad de Fujimori). El antifujimorismo -entonces calculado en alrededor de un 36% del electorado- se había activado para endosar el triunfo a Ollanta Humala. Keiko Fujimori quedó a tres puntos porcentuales de la meta.

EL ANTIFUJIMORISMO
Mario Vargas Llosa es el antifujimorista perfecto. Hace unos meses declaró que hará todo lo posible para evitar una victoria de Keiko Fujimori en el 2016. Según sus detractores, su animadversión se funda en el resentimiento de la vieja derrota de la elección presidencial de 1990, cuando el laureado escritor fue vencido por un catedrático desconocido. Para sus adherentes, es la defensa a ultranza de la democracia que corresponde con su estatus de notable “garante”. Lo cierto es que el antifujimorismo se ha incrementado hasta un 41,82%, medido en el 2014. El presidente Ollanta Humala ha sido el principal jardinero de esta “identidad negativa”.

Si existe alguna consistencia “ideológica” en el pragmático actual presidente peruano es su antifujimorismo. No sólo negó la gracia presidencial del indulto a Alberto Fujimori sino que, además, aprovecha cualquier ocasión para estigmatizar a sus principales opositores. Por ejemplo, hace unas semanas indicó que el fujimorismo “nació de una cloaca”. Ante la ausencia de un partido que lo sostenga, Humala ha encontrado en el antifujimorismo (y en el antiaprismo) la principal base de apoyo para su aprobación presidencial.

EL DILEMA DE KEIKO
Keiko Fujimori no ha logrado evitar el crecimiento de quienes la rechazan, pero sí es responsable del incremento de sus leales seguidores. Luego de la derrota del 2011 decidió dar un paso inédito dentro del fujimorismo: institucionalizar un partido político. Los frutos asoman. Una última medición del “fujimorismo duro” alcanza el 12,5% del electorado. En las recientes elecciones subnacionales ha ganado su primer hat trick regional (las presidencias de Ica, San Martín y Pasco). Ella encabeza las preferencias electorales para el 2016 con un 30%, diez puntos más que su piso durante la campaña anterior. ¿Estamos acaso ante la eminencia del retorno del fujimorismo al poder?

Keiko Fujimori hereda tanto los activos del gobierno de su padre (orden económico, triunfo sobre Sendero Luminoso, penetración del Estado vía infraestructura pública) como sus pasivos (tendencias autoritarias, corrupción y conservadurismo social). Precisamente en estos últimos encontraría su principal obstáculo para alcanzar la presidencia. Para algunos analistas, sólo un gran gesto democrático -un mea culpa indicativo de la ruptura con su padre- le permitiría atenuar los anticuerpos que enfrenta. De hecho, algunos indican que existe un cisma al interior entre “keikistas” -dispuestos a hacer tal “giro democrático”- y “albertistas” -recalcitrantes reivindicadores de la “mano dura” del fujimorismo primigenio-. Pero para los fujimoristas radicales -quienes aún gozan de atractivo y de portadas de la prensa-, tal vuelco es una traición a los orígenes mismos del fujimorismo, quienes hasta hoy celebran el 5 de abril, día del autogolpe de 1992, como hito histórico.

El tiempo es el mejor aliado de Keiko Fujimori para resolver su dilema. El 47% de peruanos la considera democrática, porcentaje que se incrementa entre los más jóvenes (Ipsos). El desprestigio de sus rivales y la decepción del votante antisistema con Humala abonan a favor de la candidata. Por ejemplo, quienes marcaron la “K” -su marca desde el 2011- en las elecciones regionales de la semana pasada no buscaban liberar a Alberto Fujimori sino una opción válida para el gobierno regional. Mientras la precariedad política -mafias y autoridades corruptas- se expande en el interior peruano, el fujimorismo se ha convertido en el freno orgánico a la corrosión estatal.

¿Acaso Keiko Fujimori ha “democratizado” al fujimorismo sin tanto aspaviento ni rasgadura de vestiduras? ¿No será que el tiempo, el silencio y la condena del primigenio han convertido al fujimorismo en el principal actor del establishment que alguna vez retó? Las elecciones del 2016 ayudarán a responder estas interrogantes. Pero desde hace un buen tiempo, el fujimorismo se ha erigido como lo más cercano a un partido en Perú; una suerte de APRA del nuevo milenio.

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