Por Claudia Gutiérrez Septiembre 10, 2014

Saber cocinar profesionalmente es una cosa. Entender la mezcla de ingredientes, los puntos de cocción, los tipos de cortes que se pueden hacer con un cuchillo e, incluso, la manera de sacarle las semillas al tomate para que queden gajos perfectos son parte de la malla curricular de cualquier escuela de cocina. Son técnicas que permiten elaborar preparaciones correctas y sabrosas. Pero entender el verdadero secreto de la cocina va más allá. Es aquello que forma parte de la tradición, de los que, sin ninguna preparación profesional previa, conocen el punto exacto de la perfecta cocina. 

Decidida a encontrar ese secreto, busqué un lugar donde se combinaran los más perfectos ingredientes y recetas. Y así llegué a Sicilia, a Palermo, a tomar clases de cocina. El profesor era el chef Vincenzo Clemente, un italiano cuarentón, calvo y fornido, criado entre los fogones del restaurante que su mamma, la signora Lucia, había comenzado 25 años atrás, quien le compartió todos los secretos de la cucina siciliana. Vincenzo nunca había estudiado cocina. Todo venía de su mamma. Me haría clases en la cocina del mismo restaurante, el Cin Cin, en el centro de Palermo (vía Manin Daniele 22), y serían cuatro especialidades: pastas, pescados, antipastos y postres. Para mi sorpresa, las clases empezaron mucho antes. En el mercado.

Conectada a Italia por el estrecho de Messina, Sicilia tiene un microclima que permite un cultivo de frutas y verduras en extremo generoso y durante todo el año. Además, las aguas del Mediterráneo favorecen la reproducción de una amplia variedad de pescados y mariscos, entre los cuales se encuentran maravillosos peces espada y apetitosas sardinas. Esto hace que los mercados sean una maravilla para los sentidos, con sus frutas, verduras, pescados, quesos, carnes y panes, todo fresco y del día.

UN PASEO POR EL MERCADO
Por las adoquinadas calles y entremedio de una avalancha de motos Vespa, nos adentramos por el mercado del Capo (vía Volturno). Ya sabíamos lo que cocinaríamos: pasta con polpetti (mezclada con verduras y pequeños pulpos), caponatta siciliana (especie de antipasto de verduras), sardinas a la beccaficco (rellenas con una mezcla de pan rallado, salsa de tomates y pasas aromatizadas con naranja) y cannoli (tubos dulces de masa frita y rellena con ricotta y chocolate o fruta confitada), todas especialidades locales. La lista de ingredientes no era larga. Los sicilianos cocinan con poco para no confundir sabores. “La cocina debe ser pura”, me decía Vincenzo.

Pasadas las 9 de la mañana hicimos nuestra primera parada. Un bar decorado al estilo de los años 70, con una pequeña barra y tres o cuatro pisos para sentarse, atestado de gente. Los sicilianos parten la aventura del mercado con un espresso. En vaso pequeño y muy cargado. No tan caliente para no quemarse y poder tomarlo rápido. Energía para el cuerpo.

En menos de cinco minutos, ya habíamos avanzado hacia las pescaderías. La pesca era de la noche anterior. Tan fresca que los pulpos aún movían sus tentáculos. Todo estaba maravillosamente desplegado sobre camas de hielo de una manera elegante, como un abanico de colores y texturas. Compramos sólo las porciones que necesitaríamos: 500 g. de pulpo, una docena de sardinas y un cuarto de kilo de carabineros, gambas en extremo grandes y de un sabor sublime.

Las verdulerías serían nuestro próximo destino. Allí nos esperaban los verduleros premunidos de machetes enormes para poder cortar calabazas de más de medio metro. De allí nos llevamos dos kilos de zapallos italianos (cada uno pesaba casi medio kilo), dos de berenjenas (de las mismas proporciones) y tres de tomates. Enormes, rojos, brillando en el sol de invierno que anunciaba que ya eran cerca de las 10:30.

 

ERA HORA DE UNA SEGUNDA PARADA
Los sicilianos son famosos por el chocolate. El mejor y más premiado es el de Módica, una pequeña ciudad en la isla. Para asegurar su crocancia, el azúcar no es molida, sino dispuesta en cristales entremedio del cacao, lo que le da un sabor y una textura particular. Combinado con canela, naranja, limón e incluso pimienta o ají para darle un toque picante, los sicilianos comen chocolate para darle un toque dulce al café o como broche de oro de una comida. Rompiendo todo protocolo, engullimos a esa hora de la mañana un trocito de chocolate de Módica, puro y de leche. Un golpe de azúcar para seguir explorando.

Nos faltaba la ricotta para el postre. Caminando por los mercados de Sicilia es posible encontrarse con un sinfín de pequeños locales especializados en la venta de panes, jamones y quesos, como si se tratase de una sandwichería. En estos alimentari es posible encontrar ricotta fresca, del día, elaborada con el cuajo de la leche de oveja, por tanto, suave y de sabor delicado. Compramos un poco para probarla ahí mismo y otro tanto para rellenar los cannoli, el postre de nuestra clase. Mención aparte por la pasada de estos locales merece el pan, cocinado en barras y casi sin grasa, con ese toque de corteza dura más propio de una baguette francesa que de una ciabatta italiana. Comer pan en Sicilia es un deleite para todos los sentidos. Se hornea en hornos de barro, calentados con cáscaras de almendras, lo que le da un aroma dulzón y un gusto delicioso. El broche de oro para nuestra visita al mercado.

MANOS A LA OBRA
Ya era el mediodía y debíamos comenzar la labor que nos convocaba: cocinar. Rápidamente emprendimos el viaje hacia el Cin Cin, pero Vincenzo me tenía preparada una última sorpresa: un pequeño puesto callejero que llevaba más de 30 años vendiendo sándwiches de milza, el bazo de la vaca cocinado por horas en su propio jugo y servido en tajadas tiernas sobre un bollo redondo. Sonaba a algo que no hubiera probado en otras circunstancias, pero allí se transformó en un verdadero manjar.

La mismísima mamma Lucia nos recibió en el restaurante. A ella la acompañaban la mujer de Vincenzo y Sophia, su pequeña hija, que ese día había faltado al colegio. Ellas se unieron en los menesteres de la cocina y claro, en el festín que vino después y que se extendió hasta pasadas las 6 de la tarde… Un desfile de pasta, gambas, pulpos, sardinas y el dolce, esos cannoli que me hicieron pensar que todo lo que estaba viviendo era un sueño.

Fue allí que entendí que para los italianos cocinar es un arte y, sobre todo, una tradición, que se traspasa de generación en generación. Que cocinar es algo sin pretensiones y que no necesita signos de grandilocuencia. Que para cocinar no se necesitan los cuchillos más sofisticados ni las ollas del mejor acero. Que cocinar es parte del corazón y del amor por lo que haces, por la nobleza de los ingredientes, por cómo los seleccionas, por cómo cuidas los utensilios. “Siempre guarda tus sartenes y ollas con aceite y así te durarán para siempre”, me recordó Vincenzo. Probablemente para poder heredarle todas sus herramientas a su pequeña hija, tal como mamma Lucia lo hizo con él.

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