Por Daniel Matamala Julio 19, 2012

“¿Usted ha sido infiel alguna vez?”. Ésa es una de las 80 preguntas del cuestionario que han respondido en las últimas semanas algunos de los políticos más poderosos de los Estados Unidos. No se trata de las preguntas indiscretas de alguna revista del corazón, sino del meticuloso proceso con que la campaña de Mitt Romney está seleccionando al candidato republicano a la vicepresidencia de los Estados Unidos.

Los postulantes no sólo deben responder sobre su vida sexual. Sus cuentas bancarias y declaraciones de impuestos son examinadas en detalle, junto a su historial médico y a los antecedentes de amigos, socios y familiares. El objetivo es evitar una sorpresa desastrosa como la de 1972, cuando el senador Thomas Eagleton, compañero del candidato demócrata George Mc Govern, debió renunciar después de revelarse que padecía depresión y que había recibido terapia de electroshock. Ese año los demócratas fueron derrotados por Richard Nixon.

La selección del candidato a vicepresidente es uno de los momentos más decisivos de una campaña presidencial. Y tiene ciertas reglas: en general, se intenta formar una “pareja dispareja”, en que el número 2 complemente al número 1 y supla sus debilidades. Si el candidato presidencial es del norte, se espera que su compañero sea del sur. Si uno es viejo, el otro debe ser joven. Si uno es moderado, el otro será más radical, etcétera.

El actual vicepresidente, Joe Biden, es un buen ejemplo. En 2008 Barack Obama era un candidato afroamericano, joven, sin experiencia y tachado de elitista por su estilo académico y su paso por Harvard. Biden, en cambio, era un descendiente de irlandeses de 65 años de edad, jefe del comité de relaciones exteriores del Senado y popular entre la clase obrera blanca.

Claro que llevar esta química electoral demasiado lejos puede ser desastroso. En 2008 el rival de Obama era el veterano senador moderado John McCain. Y su apuesta fue Sarah Palin: una mujer joven, inexperta y ubicada en la extrema derecha, que energizó la campaña republicana por algunas semanas, hasta que su completa ignorancia en materias de política exterior quedó al descubierto.

Ahora, los puntos débiles de Romney están claros: es un candidato frío, un multimillonario de la elite del noreste y además mormón. Por eso las apuestas apuntan a Tim Pawlenty, un hijo de camionero que llegó a ser gobernador de Minnesota y es conocido por su fe evangélica. Otros candidatos son el senador por Ohio Robert Portman y el gobernador de Virginia, Robert Mc Donnell, quienes podrían ayudar a ganar esos decisivos estados; y el deslenguado gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie.

 Todas ésas son caras seguras, pero que difícilmente alterarán el curso de la elección. Por eso muchos expertos republicanos piden un nombre más rupturista, como el de el gobernador de Louisiana, Bobby Jindal, apodado “el Obama republicano” por su juventud y origen (es descendiente de indios), la ex secretaria de Estado, la afroamericana Codoleezza Rice, o el del carismático senador Marco Rubio, un hijo de cubanos que podría marcar la diferencia en Florida. 

Sea quien sea el elegido, enfrentará un curioso sino: ser un factor clave de la campaña, sólo para ser, si gana, una figura débil en la Casa Blanca. Salvo Dick Cheney, el influyente “vice” de George W. Bush, en general los número 2 han estado relegados a labores protocolares y a proyectos acotados. Claro que, según la expresión popular, están “a un latido de la Presidencia”. Desde la II Guerra Mundial, cinco vicepresidentes han dado el salto, sea por muerte (Truman y Johnson), renuncia (Ford), o elección (Nixon y G.H. Bush). Mientras rellenan cuestionarios con preguntas indiscretas, varios hoy sueñan con convertirse en el sexto nombre de esa lista.

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