Por José Manuel Simián Enero 26, 2012

Los años electorales son, en muchos sentidos, años de definiciones. No sólo los candidatos intentan reinventarse vendiendo al electorado una imagen falsificada, sino que los países pueden intentar reescribir su propia historia y grupos más o menos pequeños buscan potenciar mitos y exageraciones sobre sí mismos. Pero de todos los mitos que salen a relucir en cada elección presidencial estadounidense, ninguno es tan interesante como el del voto latino.

Es cierto, los latinos -definidos por ascendencia de un país de habla hispana- somos más de 50 millones (un 16,3% de la población) en el país, y también el grupo de más rápido crecimiento. Y también es cierto que encuestas indican que los latinos apoyaron a Obama por 2 a 1 sobre John McCain, ayudándolo a ganar estados indecisos como Nevada, Colorado o Florida. Pero de ahí a asumir que en 2012 su participación electoral será tan alta como hace cuatro años (un 9% del electorado) y, sobre todo, que es tan fácil predecir por quién se inclinarán tanto en las primarias republicanas (próxima estación, el martes en Florida) como en las elecciones de noviembre, hay bastante más que buena voluntad.

La avalancha de artículos y columnas que intentan hacer noticia con este bloque electoral nos invade con alarmante y creciente frecuencia, usando títulos tan osados como éste: "Voto latino podría resultar crucial en próximas primarias". (El énfasis, en cursivas, es mío; la audacia, de un periodista de ABC).

Pero nadie parece tenerle más fe al voto latino ni mayor capacidad para adivinar las voluntades de los electores que Jorge Ramos, el presentador de noticias y periodista político de la cadena Univisión. En una columna publicada en 2008 ("Por qué nos quieren tanto"), Ramos afirmó con escalofriante precisión que "la elección presidencial de 2000 fue decidida por 537 votantes cuban-americanos en Florida" y también que "la elección presidencial del 2004 fue decidida por 67.000 hispanos en Nuevo México, Colorado y Nevada". (El colega no indicaba, eso sí, cómo hizo para romper el secreto del sufragio ni para determinar cuáles votos eran los decisivos).

A pesar de las diferencias entre las apuradas afirmaciones del periodista de ABC y de Ramos -perfectamente vagas las primeras, mentirosamente específicas las del segundo- ambas compartían un mismo defecto: asumir que los latinos estadounidenses formamos un bloque medianamente unitario. Porque la única verdad es que los 50 millones de personas, de "hispanos" contabilizados  en el último censo, somos diversos en raza, países de origen (cerca de dos tercios tienen origen mexicano; el restante se divide en bloques pequeños), facultades idiomáticas (el 23% de los inmigrantes de primera generación habla inglés; el 88% de sus hijos lo hace), niveles de educación e ingreso.

Cuando pienso en la infinita variedad de latinos que he conocido en Estados Unidos -desde los anticastristas de Miami que esperan regresar a Cuba a los izquierdistas puertorriqueños que critican al "imperio" desde Manhattan; del mexicano indocumentado que habla de sus cruces por la frontera con naturalidad a hijos de dominicanos que hablan cada vez menos español- no puedo sino pensar en que lo único que tenemos todos en común es que somos una especie  mutante: latinos en ciertas fiestas y cuando se trata de abrazarnos por puro gusto; chilenos, españoles o dominicanos a la hora de bailar o pensar en nuestras familias; y en mayor o menor medida estadounidenses cuando se trata de leer en inglés, hacer la fila o celebrar el 4 de julio.

Pero el mejor ejemplo de por qué es imposible meter a todos los latinos en un mismo saco -ya sea para votar o para cualquier otro propósito- viene del deporte. Durante un par de años trabajé para una revista deportiva en español. Era nacional, pero con una salvedad: la edición que enviábamos a la costa oeste tenía normalmente una portada dedicada al fútbol, pensando en la mayoría mexicana; y la de la costa este privilegiaba el béisbol, la religión de los que vienen del Caribe.

Y así, cada vez que escucho esas promesas vacías sobre lo que se supone que haré con mi voto, y leo esos titulares populistas, yo pienso en pelotas. Pelotas que vuelan de un lado a otro en canchas de barrio, parques y estadios de todo el país, sin que una parte de esta supuesta nación latina entienda de qué va la cosa, mientras los otros lloran, gritan y se ríen.

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