Por Daniel Matamala desde Estados Unidos Noviembre 1, 2012

“¿Quién es Obama? ¿Quién es realmente Barack Hussein Obama”, clama, más que pregunta, la voz en la radio, subrayando el segundo nombre del presidente de los Estados Unidos. “¿Es un cristiano?¿Es un americano? ¿Quién es? ¿Qué pretende hacer con nuestra gran nación?”.

El taxista levanta la mirada de la ruta, que nos lleva de Exeter a Manchester, en el norteño estado de New Hampshire, y me hace un gesto por el espejo retrovisor. “Escuche a este hombre. Él se atreve a decir la verdad”.

El hombre de la radio es Rush Limbaugh, el presentador del programa más escuchado de los Estados Unidos, con 15 millones de auditores como Bill, mi taxista de raza blanca (“ancestros irlandeses y escoceses”, especifica). Se les conoce bajo el estereotipo de “hombres blancos enojados”: conservadores, nacionalistas, nostálgicos del pasado, se sienten amenazados por las políticas sociales, los cambios culturales y todo lo que huela a amenaza a su estilo de vida.

Y para Bill, la amenaza número uno es el ecologismo. “El gobierno me sube los impuestos al combustible para subsidiar energías verdes”, explica con desdén. “Yo no quiero que Obama me venga a decir cómo hacer andar mi maldito taxi. No es su problema”. Con igual energía, rechaza todo lo que huela a intervención estatal, subsidios o planes sociales. Por la carretera, una de las principales del estado, sólo circulan autos particulares: no hay buses ni forma alguna de transporte público, excepto los taxis.  En la patente del auto de Bill está inscrito el lema de New Hampshire: “Vive libre o muere”.

No hay un solo tema sobre el cual Bill piense lo mismo que Vicky, quien trabaja en Manhattan captando clientes para los buses turísticos que recorren Nueva York. Vicky es de raza negra, odia a Limbaugh y su legión de “racistas prehistóricos” como los llama, y apoya los programas sociales, el nuevo plan de salud de Obama, la discriminación positiva, el aborto legal y los subsidios a las energías verdes. “Éste es un país desigual, y llegó la hora de hacer algo al respecto”, dice Vicky, mientras yo recuerdo a mi taxista y su frase más repetida: “Es simple, sólo le pedimos a Washington que nos deje en paz”.

 

La polarización

“Existe una polarización creciente en los Estados Unidos”, constata Robert Shapiro, cientista político de la Universidad de Columbia, especializado en opinión pública. “La identificación con los partidos es mucho más fuerte, y más orientada ideológicamente que hace algunas décadas”, argumenta. “Por eso, quien gane las elecciones es mucho más importante desde el punto de vista ideológico. Y eso alimenta el conflicto”.

Conociendo algunas claves de la sociedad estadounidense, es fácil adivinar quién está a cada lado de la brecha ideológica que se ha abierto en el país. Blancos contra minorías. Hombres casados de clase obrera contra mujeres profesionales solteras. Dueños de sus propios negocios contra empleados estatales. Agricultores contra obreros sindicalizados. Habitantes del interior contra quienes viven en las costas. Rojos contra azules.

El 98% de las mujeres solteras de raza negra votan por Obama, tal como el 88% de los homosexuales, el 78% de las mujeres judías solteras, o el 70% de los hispanos solteros. En contraste, Romney se lleva el voto del 78% de los mormones, y del 73% de los protestantes blancos casados. Refinando esos datos por nivel educacional, profesión y estado, la división es aun más rotunda. 

Tras recorrer miles de kilómetros y catorce estados de la Unión, el juego de adivinar pertenencias ideológicas se vuelve fácil. En el aeropuerto de Houston, el policía a cargo de revisar mis documentos me pregunta mi opinión sobre Obama. Hago un cálculo rápido: un policía blanco, anglosajón, de Texas. Es casi imposible equivocarse: es republicano. “¿Obama? Bueno, usted sabe, es bastante popular en el extranjero”, respondo sin ninguna gota de entusiasmo. Él mueve la cabeza con ironía. “No es más que un socialista”, responde, antes de recomendarme que lea Las raíces de la rabia de Obama, el libro de un polémico comentarista conservador que vincula al presidente con la izquierda radical. 

El cambio ha sido dramático. Por décadas, Estados Unidos fue el país del consenso ideológico. “Por mucho tiempo, la identificación con un partido era una cosa histórica, afectiva, heredada. Los partidos no eran ideológicamente coherentes”, dice Robert Shapiro. Claro: en el Partido Demócrata convivían intelectuales del norte con obreros blancos y conservadores racistas del sur. Mientras, el Partido Republicano acogía a una amplia gama de liberales y conservadores opuestos a las políticas intervencionistas del New Deal, junto a afroamericanos que aún lo recordaban como el “partido de Lincoln” y de los derechos civiles.

Todo cambió desde los 60. El Partido Demócrata respaldó la revolución cultural y política que acabó con la segregación racial en el sur, implantó la discriminación positiva, creó programas de asistencia social a los más pobres, y legalizó el aborto. La reacción conservadora se agrupó en el Partido Republicano, cuya ala cristiana fundamentalista tomó gran poder en defensa de los valores tradicionales y la libertad económica. Gran parte de la clase obrera blanca, sintiéndose amenazada por los programas de apoyo a los negros pobres, se pasó al bando republicano.

Las “guerras culturales” son ahora el gran campo de batalla, en un país de tradición puritana y belicista. El aborto, los símbolos religiosos en las escuelas y la educación sexual siguen siendo temas extraordinariamente polarizadores. La última guerra cultural fue abierta por el matrimonio homosexual, y periódicamente la prensa partidista inventa nuevas “guerras”. Los medios liberales hablan de la “guerra contra la mujer”, para describir las restricciones al aborto y al financiamiento público de la contracepción. Y hasta el tema más cotidiano puede convertirse en arma ideológica. La prensa conservadora bautizó como “guerra contra la Navidad” la costumbre políticamente correcta de enviar saludos de “felices fiestas” en vez de “feliz Navidad” y evitar los árboles de pascua para no herir ninguna susceptibilidad religiosa.

Por ridículos que puedan parecer, estos términos son objeto de un enorme debate, alimentado por medios polarizados hasta el extremo. El éxito de FOX como portavoz de grupos derechistas motivó a MSNBC, otra de las grandes cadenas de cable, a replicar su estrategia desde la izquierda.  Y el fenómeno de los rabiosos programas de radio conservadores encontró su contrapunto en los no menos virulentos blogs de la izquierda radical.

“Tienes derecho a tener tus  propias opiniones. Pero no tienes derecho a tener tus propios hechos”. La famosa frase, atribuida al senador Daniel Moynihan, es de otra época, cuando todos los norteamericanos veían las mismas noticias de las grandes cadenas (ABC, NBC y CBS). Pero ahora, Estados Unidos “se ha convertido en un país lleno de nichos, que fomentan en cada uno de nosotros nuestros prejuicios y creencias preexistentes”, como dice Farhad Manjoo en su libro Suficientemente verdadero.

Varios estudios muestran cómo millones de votantes republicanos sólo se informan en programas de radio conservadores, en FOX y sitios como Drudge Report. Muchos de ellos están convencidos de que Barack Obama es musulmán, el calentamiento global es una conspiración de científicos, y las vacunas provocan autismo. Lo mismo es verdad para muchos votantes demócratas y sus medios liberales, que suelen caricaturizar las posiciones republicanas.

 

El empate

“América se está fracturando”, advierte en su último libro el autor conservador Charles Murray. Y esta campaña presidencial se convirtió en el mejor reflejo de ese país fracturado. En 41 de los 50 estados, los partidos ni siquiera hacen campaña, porque los entienden como lugares seguros: el interior rojo, que pase lo que pase vota republicano, y las costas azules, que de todas formas votarán demócrata. La competencia se reduce a un puñado de estados con poblaciones complejas, como Ohio, que se balancea entre un norte liberal, urbano e industrial, y un sur conservador, rural y agrícola.

Sin duda, el discurso más sincero de toda la campaña fue el de Mitt Romney ante un grupo de donantes, cuando admitió que ni siquiera valía la pena hacer campaña entre un 47% de los votantes, aquellos que no pagan impuesto a la renta. “No debo preocuparme de ellos. Nunca los convenceré de que deben tomar la responsabilidad por sus vidas. Ellos se consideran víctimas”, admitió Romney, sin saber que sus palabras eran grabadas subrepticiamente.

Su argumento fue económico, pero el subtexto es racial: todos saben que ese 47% está formado principalmente por negros y latinos, que votan abrumadoramente demócrata. Son ellos, junto a los profesionales liberales, las mujeres solteras, los estudiantes universitarios y los obreros sindicalizados, los principales componentes de la coalición que llevó a Barack Obama a la Casa Blanca. 

“Este es un país dividido equitativamente en dos, nadie tiene ventaja”, dice el estratega político demócrata Harold Ickes. “La clave está en quien logre movilizar más a sus partidarios”, agrega. Los moderados e indecisos representan un grupo tan pequeño, que las campañas ya no juegan todas sus fichas en conquistar el centro político, como había sido tradición. Desde que Karl Rove ganó la elección de 2004 para George W. Bush apelando a la base radical de su partido, la clave está en entusiasmar a los extremos, cada vez más poderosos, y llevarlos a los locales de votación (en Estados Unidos el sufragio es voluntario). 

Quien sea que gane (Obama o Romney) lo hará por una diferencia mínima. El Congreso probablemente quedará dividido, con mayoría demócrata en el Senado, y control republicano en la Cámara de Representantes. Los estados y las cortes de justicia también estarán repartidos entre ambos partidos. El empate, el país del 50 y 50, será el resultado después del 6 de noviembre.

La polarización ha abierto un abismo que impide los acuerdos bipartidistas. La reforma a la salud y el debate sin salida sobre el presupuesto son los últimos de una serie de ejemplos, en que ambos partidos desechan la negociación y buscan el todo o nada. Presionados por un electorado cada vez más radical, los moderados están aislados e impotentes. Muchos de ellos han perdido las primarias para la reelección o se han visto obligados a tomar posiciones extremas para conservar el trabajo. Otros, como Heath Shuler, en el Partido Demócrata, y Olympia Snowe, en el Republicano, optaron por retirarse del Congreso, citando el “frustrante ambiente de polarización” como el motivo.

Mientras el país se divide en estados rojos y azules, el empate político se vuelve paralizante.  Esto es especialmente grave en un sistema diseñado para ser gobernado por consenso. Es imposible legislar sin controlar la Casa Blanca y ambas cámaras, incluida una “supermayoría” del 60% del Senado. Además, los tribunales y los poderes de cada Estado pueden amenazar o revertir cualquier iniciativa presidencial.

Por eso, las elecciones del próximo martes son al mismo tiempo las más relevantes y las más intrascendentes de las últimas décadas. Las más relevantes, porque marcarán el triunfo de uno de los dos antagonistas en una batalla ideológica de amplias repercusiones. Y las más intrascendentes, porque quienquiera que sea el vencedor, su margen de acción para hacer cambios será mínimo. Pase lo que pase, habrá ganado el empate, y Estados Unidos seguirá dividido por esa profunda fractura ideológica que separa al taxista de New Hampshire de la promotora turística de Manhattan.

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