Por Alejandra Costamagna escritora y periodista Septiembre 3, 2014

“Los combatientes no deberían tener hijas, ni madres, ni hermanos”, dice en algún momento Irene o Lorena o la Cubanita o quien sea la mujer que en los años 60 pasó de ser la furiosa militante de una organización armada de izquierda a la mejor agente de seguridad de la dictadura. Nunca sabremos su nombre, pero iremos viendo paso a paso su caída y su conversión en el ser abyecto que termina por traicionar a sus camaradas, a sus amigos, a sí misma. Una profesional de la violencia; un engranaje perfecto de la máquina del horror que Arturo Fontaine sacó a la luz en su novela La vida doble, de 2011, y que Marco Antonio de la Parra acaba de adaptar al teatro. Dirigida por Claudia Fernández en una producción del Teatro Finis Terrae, la obra es protagonizada por una versátil Paula Zúñiga, quien construye un personaje intenso, atormentado en una pesadilla individual que espejea el mal sueño de un país completo. “Toda la organización salió de esta boquita”, zanjará la mujer desde un presente obliterado por la Historia.

No hay demasiados matices en la puesta en escena de Fernández, lo que a ratos vuelve redundantes el gesto y la palabra en escena, pero eso permite también asomarse con crudeza a una perspectiva del pasado reciente que acaso no ha sido revisada con suficiente énfasis en los relatos de posdictadura. ¿Es posible rearmar la existencia a partir del arrepentimiento? ¿Qué nos sostiene éticamente cuando abjuramos de nuestros principios? Ésas son algunas de las preguntas que la obra La vida doble deja sonando en el aire como la banda sonora de una película propia, demasiado monstruosa para verla de cerca, que nunca quisiéramos haber protagonizado.

“La vida doble”.  14 de septiembre en la Sala Finis Terrae (Pocuro 1935).

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