Por Rodrigo Fresán, escritor. Enero 8, 2015

“El tuyo es un trabajo regido por la envidia y eres un parásito semifracasado de tercera división que ha medrado a base de poner en escena un estudiado encanto y miradas lánguidas… ¿Has leído alguna vez a un biógrafo capaz de escribir tan bien como su biografiado? No voy a permitir que acabes de dar forma a este montón de chismorreos… Recuerda esto, muchachito: no sabes nada, no eres nada. No serás nunca nada”, le aúlla en la cara el biografiado titán literario Mamoon Azam al joven y ambicioso biógrafo Harry Johnson en uno de los muchos explosivos y volcánicos y sísmicos tramos de La última palabra (Anagrama).

Y, claro, bien lo dijo Vladimir Nabokov: “La realidad está sobrevalorada” y “¡Cosas transparentes, a través de las cuales brilla el pasado!”. Y de la tan maleable realidad y del tan turbio pasado es de lo que trata la séptima novela de Hanif Kureishi. Y la que, de entrada, despierta más curiosidad y morbo. Porque, ¿es el indio y septuagenario Mamoon Azam una transparente máscara para el nobelizado V. S. Naipaul y será Harry Johnson un tenue trasunto de Patrick French, autor de la impiadosa y feroz biografía autorizada de Naipaul El mundo es así (Duomo), donde el mismísimo blanco móvil ayudó a hacer puntería y dar en el blanco de su leyenda de colosal cretino, destructor crítico de sus colegas, pésimo esposo y ferviente catador de prostitutas? O mejor aún: ¿comparten más de un rasgo Azam y Johnson con el propio Kureishi: con el Kureishi que -al igual que Naipaul- tuvo problemas con un padre escritor frustrado, con el Kureishi que pudo haber sido o con el Kureishi que ya no será?

Una cosa sí está clara: Kureishi -quien se inició como escritor de pornografía con el alias de Antonia French- siempre ha sido perverso a la hora de fundir lo privado con lo público y lo sórdidamente auténtico con lo perfectamente falsificado. Ahí están títulos como Intimidad (de 1998, radiografía sin anestesia al colapso de un matrimonio muy parecido al suyo) o Algo que contarte, novelización de aquel caso del psicoanalista falso que curaba mucho mejor y más rápido que los diplomados. En resumen: a Kureishi le gusta jugar a contar cuentos donde fundir sus grandes temas desde siempre: la sangre propia, la raza común, la identidad múltiple.

Así, La última palabra se lee como una de esas sinuosas y elegantes farsas “con escritores” de Henry James -pero con modales mucho más contundentes de Philip “Zuckerman” Roth-en las que un aprendiz siempre visita a un maestro y nada resulta ser lo que parecía. Lo mismo sucede en La última palabra en cuyo clímax tan devastador como divertido el saturnino y devorador “Gran Satán Literario” Mamoon -adicto al cricket al que se le sospecha desde un asesinato a prácticas demoníacas, y quien ya no vende tantos ejemplares como en sus días dorados- alza su copa y nos invita a brindar por la felicidad que le produce el saber que “el ser humano es el único animal que se odia a sí mismo, el futuro más probable del mundo es la destrucción total. A vuestra salud, amigos. Por un feliz apocalipsis”.

Y, sí, al final volvemos a convencernos de que los más grandes genios no tienen por qué ser buenas personas.

Y que “a un escritor lo adoran los desconocidos y lo odia su familia”.

Y que -por algo será y será para algo- lo soporta su biógrafo.

“La última palabra”, de Hanif Kureishi.

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