Por Evelyn Erlij Diciembre 23, 2014

Algo tiene John Waters con los viajes a dedo: En esa perla repulsiva que es su filme Pink Flamingos (1972), Connie y Raymond Marble -la pareja que sueña con ser la dupla “más asquerosa del mundo”- secuestran y esclavizan a señoritas que hacen autostop; y en Female trouble (1974), la grandiosa Divine da a luz al hijo de un camionero que la recoge en la ruta. Será porque en la mente de Waters -cineasta de culto y soberano del trash- no hay nada más excitante que confiarle el pellejo a un extraño sobre ruedas. Y qué importa la edad: a los 67 años, el director de Hairspray tomó un par de pilchas, se metió dólares al bolsillo y se plantó en la carretera cargando dos fantasías: sacudirle el pulgar a desconocidos para llegar desde Baltimore a San Francisco, y pasar unas vacaciones retorcidas convertido en un “vagabundo glamoroso”.

Carsick (Caja negra), el libro que el cineasta escribió mientras paraba el tránsito con un cartón que decía “No soy un psicópata”, funciona como un manifiesto contra el cliché que dice que la realidad supera la ficción. Porque no hay realidad más chillona que las fábulas de Waters; y de ahí que el texto esté dividido en tres partes, dos ficticias y una de no ficción: “Lo mejor que podría pasar”, “Lo peor que podría pasar” y “Lo que realmente sucedió” (prueba de que a lo real le falta sexo, humor y estructura dramática). En las dos primeras, Waters comparte con soldados del ejército de Dios, extraterrestres bien dotados, fans psicópatas y asesinos en serie. En la tercera, realidad pura y mundana: el drama está en las hamburguesas grasientas del Burger King, en las penosas cadenas de hoteles en las que se aloja y en la colección de personajes de los Estados Unidos profundos que lo suben a sus autos. Ahí está la prueba: La realidad no supera la ficción. Al menos la de Waters.

“Carsick”, de John Waters.

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