Por Gonzalo Maier Diciembre 17, 2014

Dicen tantas cosas de Lydia Davis: que sus cuentos son breves, que escribe sobre minucias cotidianas, que estuvo casada con Paul Auster, que sus textos van y vienen entre el diario de vida y el relato; que lo suyo, a fin de cuentas, es un asunto muy curioso. Supongo que lo de recién es cierto, pero al menos mi parte favorita siempre la pasan por alto: el lenguaje. A cientos de kilómetros de los predicadores de historias -esos escritores que aseguran que sólo quieren contar una historia, y nada más que una historia, o peor: que la literatura es contar historias-, están los textos de Lydia Davis. Ni puedo ni quiero (Eterna Cadencia), su último volumen, es una fiesta multitudinaria donde todos hablan como loro, mientras ella afina el oído a ver dónde está la gracia. Y la encuentra, claro. A veces es una entonación, una pregunta fuera de lugar; en otras, el apunte pormenorizado de lo que hacen las vacas que viven frente a su casa o las cartas que una mujer delirante le envía al gerente de un hotel. El asunto, por cierto, no sólo entrega un libro fresquísimo, sino que permite un privilegio inesperado: ver el mundo desde ese lugar tan raro desde donde mira Lydia Davis.

"Ni puedo ni quiero", de Lydia Davis

 

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