Por Daniel Greve, crítico de gastronomía y vinos Diciembre 6, 2012

Pese a ser una cepa nada fácil de entender, por su personalidad y su  acidez, los consumidores comenzaron a pedirla. Garage Wine Co., Meli, Miguel Torres, Valdivieso, Undurraga, Morandé, Odfjell, De Martino, Lomas de Cauquenes, Canepa, Gillmore, Bravado y Viña Roja lo saben. 

 

El suelo se remeció y volvió a parir. Luego del terremoto de 2010, en medio de un sur de Chile devastado, con adobes tumbados y bodegas que se desangraban con miles de botellas rotas en el suelo, un grupo de viñadores se organizó para crear el Club del Carignan y, con él la marca Vigno, una serie de vinos únicos creados bajo un mismo nombre y con la misma cepa por diferentes bodegas. En el secano maulino, es decir, en viñedos antiguos sin tecnología de riego, que se mantienen con la humedad disponible del invierno, uvas curtidas y nobles dan origen -y lo han hecho por mucho tiempo- a estos vinos con una acidez conmovedora e inquietante. Vinos radicales, rústicos, de mucho carácter, que han crecido bajo el sol generoso del Maule y que, desde hace poco más de cinco años, han ido tomando la fuerza que merecen. Antes, el carignan -o cariñena, ya que es de origen aragonés- servía de comparsa, de complemento para cepas más débiles, más delgadas, como la país. Hoy no. Hoy respira un aire nuevo. Y el mercado se ha llenado los pulmones de él. 

Bodegas como Garage Wine Co., Meli, Miguel Torres, Valdivieso, Undurraga, Morandé, Odfjell, De Martino, Lomas de Cauquenes, Canepa, Gillmore, Bravado y Viña Roja lo saben. Se organizaron en torno a la cepa. Y decidieron reflotar la historia de esta variedad, muy unida a la tradición campesina. Ahora, los viñadores son vignadores. Esas manos agrietadas y maltratadas por el sol se encargan de acariciar una uva centenaria que recién hoy está dando sus mejores ejemplares en casi 700 hectáreas de viñedos. Pero que Vigno naciera tras el último terremoto no es casual. Quienes han estudiado el ingreso de la cepa a nuestro país dicen que llegó en 1940, justo un año después del terremoto de 1939. Fue plantada sobre suelos ricos en cuarzo, pero muy pobres en materia orgánica, lo que ha obligado a la planta a mantener una producción difícil, heroica, a contracorriente. Hasta el día de hoy crece bajo un sistema de conducción peculiar -la cabeza- que, a la distancia, parece un conjunto de pequeños baobabs a la deriva, sin alambres ni soportes más que la propia parra, que con los años se van dibujando a sí mismas en intrincadas curvas, como nudos ciegos. Al sur de Constitución, desde San Javier y Melozal hasta Cauquenes, el paisaje es ése. Salvaje, verdadero.

Por algún motivo, el mercado ya está preparado para el carignan. A pesar de ser una cepa nada fácil de entender, por su personalidad y su marcada acidez, los consumidores comenzaron a pedirla y los productores a ofrecerla con más fuerza. Y es que, cuando un vino habla de su origen con tanta fuerza, con tanta nitidez, esa conexión parece natural, evidente, fluida. Pura expresión de lugar. Puro terroir. Uno irrepetible, por cierto, ya que el secano del Maule es su único origen en Chile. Su cuna y su tumba, a pesar de que mundialmente la historia diga algo insospechado: fue, durante muchos años, la cepa tinta más plantada del mundo. Eso, hasta que en los noventa fue arrancada de los viñedos del sur de Francia para reemplazarla por variedades más productivas y fáciles de vender. En Chile, por el contrario, toda la energía está en preservarla, en recuperar esta cepa dormida. En tratarla con carigno. No es vano: si la gran crítica a los vinos chilenos había sido su homogeneización, su falta de vinos diferentes, atrevidos, desmarcados, el carignan se transformó en la respuesta, la bofetada de vuelta. Un tapaboca con denominación de origen.

Una de las primeras viñas en coquetear en serio con la variedad fue Gillmore. Su enólogo, Andrés Sánchez, lo lanzó en su línea Hacedor de Mundos, y lo volvió a hacer bajo la etiqueta Vigno. Su carignan 2008, aunque aparenta cierta inocencia, es un vino enorme. Sus aromas florales, y su boca fresca y a la vez amplia -de una textura liviana y un sabor exquisito- le entregan protagonismo a su gran acidez, que aporta un bienvenido frescor. Neto, frutal y vibrante, este vigno se integra elegantemente a la madera, transformándose en un ejemplar rico y amable. Lo mismo pasa con el Cordillera carignan 2008 de Miguel Torres, cuyas plantas de 70 años de Melozal entregan un ejemplar fragante, intenso, rabioso, rico y maduro, pero no sobrepasado, con fruta grande, negra, deliciosa. Un poco de syrah y merlot complementan y refuerzan, pero con esta añada se inaugura una nueva etapa en la bodega: la vuelta a ese estilo que busca potenciar la variedad y hacerla dominante. El carignan, bajo esa lógica, está en su esplendor. Su enólogo, el catalán Fernando Almeda, puede sentarse a admirar, tranquilo. Y no es todo: fuera del Maule algunas producciones parecen seducir a unos y sacudir a otros. Desde el carignan de Villalobos, un vino extremadamente rústico que nace de antiguos viñedos de Lolol, en el valle de Colchagua, hasta el maduro Amplus de Santa Ema, proveniente de Peumo, en Cachapoal. 

Con este material, resulta difícil no pensar en su evolución. Debido a su arquitectura genética, de muchos taninos, acidez alta y ph bajo, se trata, además, de un tinto que soporta muy bien la guarda. Es más: no sólo la soporta bien, sino que evoluciona de manera pausada y sorprendente. Pablo Morandé, pionero en embotellar la cepa bajo etiquetas de alta calidad -llegó incluso a destilar su hollejo y a hacer grappa con él-, dijo en una de las presentaciones de su estupenda Edición Limitada: “Es un caballero andante con armadura de fierro, con mucho temple”. 

Y tiene razón. Además de sus atributos, se trata de una variedad excelente para acompañar una gastronomía de similares características. Carnes de caza, más toscas y chúcaras -como el jabalí-, además de embutidos ahumados y menudencias, como las mollejas, que reciben humo y fuego. También largos cocimientos de conejo, liebre o quesos de pasta dura con varios meses de envejecimiento. Algunos restaurantes ofrecen la mixtura: desde Cuerovaca -donde hay una longaniza de ciervo ahumada que comulga con los más robustos-, hasta NoSo, del hotel W -donde se ha recomendado con un ciervo con puré de coliflor y salsa de frutos rojos-.

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