Por Alberto Fuguet* Junio 11, 2015

¿El placer puede ser culpable?

Sólo si el espectador tiene demasiadas trizaduras internas. Aquel que se interna en una sala a ver Terremoto: La Falla de San Andrés debería saber a lo que va y, por lo tanto, no debería esperar arte ni contemplación ni sutilezas. Y si el título de la marquesina no le anticipa algo y la figura inmensa y totémica del ex luchador Dwayne Johnson (sí, La Roca, quién otro) tampoco le advierte que este espectáculo (sí, espectáculo, locura, orgía desbandada) será una sinfonía rockera de destrucción, entonces este espectador miope debe ser castigado con sentir mucha culpa y no acceder a ningún tipo de placer.

Una lástima, porque esta megacinta gatilla todo tipo de sensaciones y lo hace de buena ley: con una historia “real” (no hay superhéroes) y emociones auténticas y apelando al miedo en todos nosotros. Terremoto es una fiesta cinéfila trash. La gran crítica Pauline Kael lo tuvo claro cuando captó que no todo el cine tiene que ser arte y que en la basura, en lo simple, en aquello que es honesto y asumido hay belleza y placer, y hasta sorpresa. Terremoto posee todo esto y funciona. Tanto, que uno derrama sus cabritas. Sabemos todo lo que va a suceder y sin embargo hay tensión y suspenso. Dwayne Johnson es un bombero rescatista que al final no salva a nadie más que a su familia (¿ético?), pero ojalá la Onemi lo tuviera de vocero. Johnson no tiene que hacer nada para dejar claro que él estará a cargo; acá no muestra tanto sus músculos, pero usa poleras apretadas y uno sabe que es capaz de hacer que el suelo tiemble con su peso. Acá La Roca se enfrenta a la naturaleza (qué rival) y si bien al final ganan las placas tectónicas (se mueven, y cómo), la lucha es casi de igual a igual.

Terremoto se llama igual que la cinta Terremoto de 1974, cuando las películas de catástrofes estaban de moda, y acá el director Brad Peyton canaliza al productor Irwin Allen, pero con efectos inimaginados en esa época. Terremoto arrasa con toda California y se ensaña sobre todo con San Francisco y usa una trizadura (un quiebre matrimonial) para armar su historia. La cinta posee algo de Infierno en la torre y hasta de La aventura del Poseidón, y los actores no están mal y siempre es agradable ver a Paul Giamatti que, como el sismólogo, le da cierta pátina de legitimidad (y cita el “evento” de Valdivia de 1960) a un filme de matiné que no intenta hacer arte (aunque ataca a los millonarios y a los constructores de rascacielos y se la juega por el hombre común). Su falta de pretensión es lo que logra que -de pronto- aparezcan momentos de belleza en su autodestrucción. Hay algo pornográfico y erótico en desear ver todo destruido y querer que suceda lo que al final sucede: acá el orgasmo (the money shot) es la destrucción del puente Golden Gate, pero lo alucinante es la manera cómo se viene abajo. Decir que es buena es errar; negar que es entretenida sería mentir. Terremoto arrasa con todo, excepto con la carrera de La Roca, porque lo deja como el macho alfa multiétnico y es quizás por él que el filme ha arrasado en todas partes del mundo, aunque en sitios donde hay actividad sísmica, como Chile y China y México, el filme ha funcionado aun mejor. Hay algo lógico ahí: viendo Terremoto uno recuerda, especula y hasta fantasea de manera morbosa. Quizás no se merezca cinco estrellas, pero en la escala de Richter, supera el 8.8.

“Terremoto: La Falla de San Andrés”, de Brad Peyton.

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