Por Evelyn Erlij Junio 19, 2014

Si este año los medios anunciaron que el cineasta turco Nuri Bilge Ceylan ganó la Palma de Oro en Cannes con “un filme de tres horas”, el año pasado se dijo que el francés Abdellatif Kechiche lo hizo con “un filme de tres horas sobre el lesbianismo”. Las etiquetas burdas y simplistas son la especialidad de la prensa, pero no hay que dejarse engañar: La vida de Adèle es un retrato tan intenso del lado salvaje y tortuoso de la naturaleza humana, que desborda toda categorización, incluso la de “cine queer”.

Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una adolescente de clase media en proceso de cuestionarse la apatía que siente al salir con un compañero. El caos llega cuando conoce a Emma (Léa Seydoux), una artista de cabello azul y familia burguesa con la que vive la intensidad radical y asfixiante de los grandes romances, la maestra que le enseña el amor y el deseo sin límites. Kechiche es brillante al transmitir esa violencia, tensión y delirio romántico a través de un ritmo narrativo jadeante, una cámara inquieta, planos estrechos que encierran los gestos de las actrices y largas escenas de sexo que hicieron noticia.

El filme es la historia de un gran amor, pero ante todo un gran amor cruzado por diferencias sociales y culturales. De un lado, Adèle, estudiante de liceo público que pasa los domingos en almuerzos familiares de spaghettis y conversaciones banales y que miente a sus padres sobre su “nueva amiga”; del otro, Emma, estudiante de arte de alguna escuela elitista, que presenta a su “novia” Adèle a sus padres entre ostras y champaña y que asiste a fiestas con galeristas y artistas que ignoran a su pareja porque no pertenece al mismo ambiente. Un retrato lúcido de una sociedad donde, para ser Romeo y Julieta, no se necesita familias enemigas, sino desigualdad social.

“La vida de Adèle”.

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