Por Rodrigo Fresán, escritor. Mayo 28, 2014

De acuerdo, es un chiste viejo y repetido pero -por repetido y viejo- es también un chiste muy bueno: pensamos “Godzilla” y cantamos aquello de “Es un monstruo grande y pisa fuerte…”. En lo personal, yo sólo le pido a Dios que no pase nunca este nuevo furor por el género degenerado del kaiju eiga. Es decir: las películas con monstruos/robots gigantes japoneses. La cosa, se sabe, comenzó a mediados de los años 50, todavía irradiados por la resaca atómica de Hiroshima & Nagasaki, y enseguida conoció su reflejo en las películas norteamericanas con mutaciones, cortesía de la paranoia durante la caliente guerra fría.

Misteriosamente o no, en días en los que el mapa parece volver a crujir con Putin o ese coreano de peinado raro, hemos tenido en rápida sucesión a la gloriosa y humorística Dai-Nihonjin (2007), la curiosamente romántica pero con un toque murakamiano Cloverfield (2008), el intimismo selvático de Monsters (2010) y la bacanal de tentáculos y metales que sigue pidiendo a gritos una segunda parte que fue Pacific Rim (2013).

Pero ahora -antes de que llegue una nueva entrega de la saga Transformers- le toca resucitar a la madre de todas las bestias: esa curiosa cruza entre fuerza destructora y héroe nacional que, desde 1954, viene siendo el gran lagarto Godzilla. Y, de acuerdo, aunque con cierta gracia (esa escena en la que el ejército hace volar el Flatiron por los aires) la Godzilla de Roland Emmerich (1998) había sido más deudora de King-Kong y de Jurassic Park que del espíritu zen-nipón-samurái. Ahora, Gareth Edwards (responsable de la ya mencionada Monsters) busca poner la casa en orden y las cosas en su sitio. Así que aquí están los impersonales personajes humanos (y la acaso meditada humorada de poner a actores de carácter como Bryan Cranston y a Juliette Binoche en roles rápidamente despachables) que incluyen al férreo militar norteamericano, al lírico científico japonés, a la tonta historia de amor, y a todos esos imprescindibles extras que nacieron para morir aplastados como chicles por patas gigantes. Y Edwards casi lo consigue añadiendo, además, escenas visualmente impresionantes como el ataque del MUTO. (sí, hay dos monstruos más para que Godzilla tenga con qué entretenerse) al aeropuerto en la niebla, el avance del tren nuclear y el descenso del comando paracaidista sobre una San Francisco en ruinas. De acuerdo, la trama ofrece poco y nada pero, ah, el placer de ver cómo se vienen abajo las cosas y cómo Godzilla, de pronto y sin aviso, como en nuestras cada vez más lejanas infancias, decide que ya es suficiente y comienza a escupir rayos bucales. Después, ya se sabe, la criatura se va nadando hacia el horizonte como cowboy crepuscular y atrás quedan los humanos, agradecidos y entre escombros, seguramente preguntándose si tendrá sentido reconstruir una ciudad que volverá a ser destruida de aquí a unos años.    

“Godzilla”, de Gareth Edwards.

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