Por Rodrigo Fresán, escritor. Abril 9, 2014

Una vez más vamos a ver una/otra película de Wes Anderson sabiendo perfectamente lo que encontraremos allí: nada más y nada menos que otra/una película de Wes Anderson. Lo cual, por supuesto, son excelentes noticias. Lo mismo de siempre y ojalá que para siempre. Así, ya saben, el ambiente cerrado y bajo control -academia educativa, brownstone neoyorquino de familia, tren indio, barco/submarino, madriguera de zorro, campamento de boy-scouts-, pero funcionando como frenéticas aunque muy bien educadas y cuidadas casas de muñecas con las que se juega con simetría casi patológica y una alegre reincidencia del travelling lateral. Ahora le llega el turno al grand hotel europeo de entreguerras, donde nadie le hace demasiado caso a ese cartelito de Please, Do Not Disturb porque están muy ocupados abriendo y cerrando puertas y subiendo y bajando escaleras en la memoria de quien alguna vez fue un joven botones, Zero, al servicio y bajo tutela de un conserje inolvidable. Y Anderson ya ha clarificado sus influencias para esta vez: la melancólica literatura de Stefan Zweig, el cine de Ernst Lubitsch y el humor de Alfred Hitchcock a la hora del thriller lleno de gracia. Pero a toda radiación externa se impone, finalmente, la originalidad interna de Anderson, que muchos aman (como yo) y algunos detestan (no me interesa saber sus nombres) con una mística en la que confluyen sin molestarse Marcel Proust y Hergé (y ahora que lo pienso: ¿cómo es que no llamaron a Anderson a la hora de filmar Tintín (el póster de El Gran Hotel Budapest parece casi dibujado por el belga)?; ¿por qué, para resarcirlo, no lo convocan para un remake andersoniano de El resplandor, ¿eh?). Y no hace mucho leí una entrevista a Anderson donde él decía: “Una vez alguien me comparó con Scorsese, y aunque no recuerdo la cita exacta, era más o menos así: ‘Los dos demuestran que todo lo que estás viendo importa’. Me parece uno de los cumplidos más bonitos”. De acuerdo. Bonito y más que merecido. Y, como siempre, por supuesto, un elenco descomunal de grandes estrellas -donde destaca el Gustave H. con el rostro y acento de Ralph Fiennes, al que muchos redescubrirán aquí; yo siempre tuve y tengo y tendré fe en él- al servicio de pequeños inmensos papeles y, según reveló Bill Murray, felices de volver a estar allí porque, entre otras cosas, el servicio de comida de las filmaciones de Anderson es el mejor de todos. “Wes contrata a los mejores chefs para que te hagan la comida. No es como esa espantosa cosa que te sirven en los caterings. Así que cuando no estás suficientemente concentrado, piensas en esa deliciosa comida que te espera después de la toma y todo adquiere un sentido”.

Buen provecho.

“El Gran Hotel Budapest”, de Wes Anderson.

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