Por Rodrigo Fresán, escritor. Marzo 12, 2014

Hay algo indignante pero enseguida consolador en el hecho de que la tan mentada Academia se haya equivocado este año a la hora de las nominaciones, aun más de lo que se equivocó el 2013 con The Master. Entonces, al menos, nominó a aquella a un par de estatuillas importantes. Pero con Inside Llewyn Davis, obra maestra (otra) de Joel & Ethan Coen, se limitó a mal recordarla para un par de rubros técnicos. Así, los Oscar -como el Premio Nobel de Literatura- no son otra cosa que una ruleta loca que no merece siquiera nuestra irritación por dejar de lado a la que, seguro, ya es una de las mejores películas del 2014 contando y cantando la saga épica y doméstica de un tipo héroe coeniano: un hombre agotado al que las cosas no le salen muy bien por culpa del mundo y, también, por culpa suya y sólo suya.

Planteada con cadencia y estructura de balada, escuchen los talking blues de Llewyn Davis (formidable composición del actor guatemalteco Óscar Isaac) en el gélido Greenwich Village/Chicago de principios de los años 60. Durmiendo en sofás ajenos y subiendo y bajando las escaleras de cafés donde pulula la bohemia un tanto absurda de jóvenes con sweaters ridículos jugando a ser campesinos tradicionales y entonando estrofas centenarias. Davis es uno de ellos. Y -he aquí el toque genial y decisivo de los Coen, tan buenos escritores como cineastas- el arte de Davis es noble y hasta muy bueno. Pero no excelente ni genial. Y lo que se nos muestra es un puñado de días en los que Davis -yendo y viniendo, en calles y carreteras- comienza definitiva y completamente a darse cuenta de ello. Davis es -como el Marlon Brando de Nido de ratas- alguien que pudo haber dado la talla de contender, pero le faltaron dos o tres compases y un poco más de actitud. Porque lo que se hace inolvidable de Davis para el espectador no es su admirable técnica fingerpicking en la guitarra para sentidas interpretaciones de standards como “Hang Me, Oh Hang Me” o “Fare Thee Well (Dink’s Song)”, sino ese rictus mitad asco y mitad tristeza de quien comprende que su tren ya pasó y la luz al final del túnel no es otra cosa que la luz de ese tren alejándose. Lo que hacen los Coen en Inside Llewyn Davis -como ya lo hicieron con el género noir en Simplemente sangre o con la literatura judía en A Serious Man- es ofrecer, con sus magistrales castings y su sensibilidad para el diálogo (y un/otro gran soundtrack comandado por el gran T-Bone Burnett) nada más y nada menos que una virtual enciclopedia de modales, arquetipos y escenarios del folk. Así, numerosos guiños para connoisseurs del buenazo Dave Van Ronk (la portada del disco de Davis igual a la de Inside Dave Van Ronk); del intrigante Albert Grossman; de los angélicos Peter, Paul and Mary y de Jim and Jean; de los Clancy Brothers; del judío falso cowboy Ramblin’ Jack Elliott; de Neal Cassady, siempre on the road. Y, sobre el final, aunque no se lo mencione, pero se lo vea y se lo escuche de fondo (y le arranque una mirada torcida a Llewyn Davis que va escaleras arriba a recibir golpes acaso merecidos), de la tormenta perfecta de un joven Bob Dylan (leer su versión del asunto y de ese invierno en sus magistrales y selectivas memorias Chronicles Volume One) que llega allí para arrasar con todo y con todos.

Y, sí, en Inside Llewyn Davis hay, también, un gato funcionando como mudo y maullador coro griego. Y -nos enteramos casi al final- el gato se llama y no podía sino llamarse Ulises. 

“Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común”, de Joel y Ethan Coen.

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