Por Rodrigo Fresán, escritor. Febrero 26, 2014

Pocas películas me despertaron más ganas/temor de verlas en los últimos tiempos que La gran aventura Lego, de Phil Lord y Chris Miller. Porque un ladrillo de Lego es ya parte de nuestro ADN y de nuestra alma, pieza indispensable para nuestro corazón y cerebro. Y la duda y la inquietud provenían  de si la cosa resultaría ser una doméstica brick movie de lujo de esas que pueblan YouTube y cuyo primer espécimen se remonta a 1973 (cuando se implantó en nuestro inconsciente la idea de que los Lego servían para jugar con nuestra imaginación pero, también, con nuestra realidad representándola como parodia plástica) o, por el contrario, una superproducción rebosante de efectos especiales.

Sorpresa: La gran aventura Lego -tras los pasos de Toy Story, pero aquí no se canta al mundo de los juguetes sino de un solo juguete que es todo un universo- es ambas cosas. Y es mucho más que la impactante animación que no olvida sus raíces primitivas o la gracia de escuchar voces de famosos aplicadas a personajes cúbicos y angulosos o la pegadiza canción que se burla de las canciones pegadizas. Porque La gran aventura Lego -además de desbordar de grandes gags, entre los que destaca un Batman inolvidable- es un gran filme y es cosa seria y profunda y emocionante, donde comulgan los guiños a Philip K. Dick y críticas a la compulsión corporativa con la más ingeniosa metaficción filosófica, logrando uno de los twist finales más inesperados y logrados de los últimos tiempos. En algún lugar, M. Night Shyamalan se muerde los codos de envidia y se pregunta cómo fue que a él no se le ocurrió primero.

“La gran aventura Lego”, de Phil Lord y Chris Miller.

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