Por Álvaro Bisama, escritor Abril 9, 2014

Lo mejor que se puede decir de una serie como Juego de Tronos es que sigue siendo fiel a sí misma. Después de ver el inicio de la cuarta temporada, pareciese que la gran virtud del show es parecerse a un culebrón nocturno, por el softcore y la violencia y la idea de que la adultez es eso. Así, Juego de tronos es pura gratificación rápida, independiente de que la mitad de los personajes mueran o muten, como Nikolaj Coster-Waldau (que partió como villano y ahora es un soldado mutilado), Emilia Clarke (tan frágil como letal) y Rory McCann (el “Perro” de la serie, ahora vuelto un extraño padre de una de sus víctimas). Porque hay reglas claras en el programa. Sabes, por ejemplo, que en un momento alguien va a tener sexo y alguien va a ser mutilado y algún dragón va a lanzar fuego. Sabes que alguna muchacha va a hacer un topless y que van a aparecer unos zombis del hielo. Sabes que alguien -posiblemente Peter Dinklage- va a hacer karaoke con William Shakespeare. No hay nada malo en esto, salvo quizás que el éxito de Juego de tronos descanse en este morbo pactado de antemano, expresión pura de la demagogia del gusto en esta era dorada de la televisión. 

Domingos, a las 22 h, en HBO.

 

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