Por José Manuel Simián Febrero 7, 2013

“Si te gustan las leyes y las salchichas, mejor no veas cómo se hacen”, dice el refrán más usado para describir lo que se cocina en las oficinas de los legisladores. Pero quizás lo que nos ha faltado para querer espiar más a menudo en la trastienda del poder ha sido un guía como Frank Underwood, personaje central de House of Cards, la adictiva primera serie original de Netflix y cuyos capítulos iniciales cuentan con la dirección de David Fincher. 

Underwood (Kevin Spacey) es el líder de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, un tipo que nos pasea por el Capitolio y las esquinas oscuras de Washington explicando sus manipulaciones y tramas con apartes a la cámara como éste: “Ese tipo eligió el dinero sobre el poder, un error que la mayoría comete en esta ciudad”. Pero más que el poder a secas, lo que lo mueve es su arquitectura, el castillo de naipes al que se refiere el título de la serie y que Underwood va montando para vengarse de la flamante administración presidencial por no darle el puesto de secretario de Estado prometido en la campaña. “¿Saben lo que me gusta de las personas? Que puedes apilarlas tan bien unas arriba de otras”, dice como si nada en otro aparte, con un cinismo tan hermético que parece una escultura de granito. 

Y al centro de ese castillo está el mayor logro de House of Cards: la relación de Underwood con su mujer, Claire (Robin Wright), quizás la única persona en el mundo a la que no puede engañar ni doblar la mano. Pero cómo eso sucede y por qué queremos averiguarlo es, claro, un misterio mucho más profundo.

“House of Cards”, en Netflix.

 

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