Por Evelyn Erlij Febrero 16, 2018

Arenas blancas, de Geoff Dyer.

No falta el estudiante de Periodismo que sueña con la gratuidad, pero qué educación ni qué ocho cuartos: la gran fantasía común del aspirante a reportero suele ser la revista de turismo, supuesto paraíso de hoteles pagados y pasajes regalados. Utopía periodística en la que el trabajo es —juran algunos— vacaciones permanentes. Pero en tiempos de internet, vuelos baratos y globalización —sin olvidar la crisis de los medios y la miseria de sus viáticos—, eso de querer visitar lugares exóticos a lo Hemingway o de pistear carreteras como Kerouac suena a ingenuidad. Para bajar los humos y combatir ese optimismo están algunos libros del inglés Geoff Dyer (1958), antídotos contra los que creen que escribir sobre viajes es narrar grandes historias, descubrir rincones secretos como Indiana Jones o poner de moda cierta picada o pueblo perdido.

A Dyer le interesa lo poco épico, lo cotidiano, todo lo que huela a desventura y desentone con el turismo turístico, ese de los selfie sticks, los rebaños de viajeros y los tours organizados; el del trekking, las tendencias o cualquier cosa esperable de una revista de viajes. Consciente de que la experiencia es intransferible, como diría Walter Benjamin, y de que los lectores nunca sentirán el placer de echarse en una playa leyendo sobre playas, el autor no pierde mucho tiempo describiendo el mundo exterior, sino que se dedica a hablar sobre sí mismo: tanto en Yoga para los que pasan del yoga (2004) como en Arenas blancas (2017), su último libro, los hilos narrativos suelen ser las relaciones que entabla con extraños, las pruebas de convivencia que impone una travesía en pareja o el abismo que separa la realidad de las expectativas en torno a un viaje.

En el texto “Ciudad Prohibida”, incluido en Arenas blancas, lo central no es la visita a esa maravilla del mundo situada en Pekín, sino el flechazo que tiene con la mujer que se supone es su guía turística; mientras que en la crónica que da nombre al libro, Dyer y su mujer sufren un arranque súbito de buena onda –de esos que sólo aparecen bajo un sol veraniego– y recogen a un desconocido en medio del desierto de Nuevo México, gesto humanitario del que después se arrepentirán. Las crónicas destilan ironía y humor, pero también desencanto y frustración, secuelas inevitables de una industria turística que funciona como máquina expendedora de humo.

Dyer, siempre escéptico –requisito para ser un buen escritor de viajes–, no le hace genuflexiones a nada ni a nadie, menos a las agencias que financian sus viajes o a las expectativas de sus lectores. Cuando lo invitan a seguir los pasos del pintor Paul Gauguin en la Polinesia francesa –donde encuentra “un montón de basura vieja” convertida en museo–, escribe hastiado: “La escala y frecuencia devastadora de mis decepciones demostraban cuánto seguía esperando y queriendo del mundo”; y el día en que va a Los Ángeles a ver la casa donde vivió el filósofo Theodor Adorno y no encuentra nada, la aventura es esa: buscar algo y nada al mismo tiempo. A fin de cuentas, de eso se trata viajar.

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