Por Alejandra Costamagna Diciembre 7, 2017

Después de mí, el diluvio. En Centro Mori Bellavista hasta el 16 de diciembre.

Dicen que en chiluba, lengua hablada en la República Democrática del Congo, existe una de las palabras más difíciles de traducir: “ilunga”. Quiere decir más o menos lo siguiente: “Persona capaz de aguantar una vez una ofensa o abuso, de permitir incluso el mismo abuso en una segunda ocasión, pero jamás en una tercera oportunidad”. Es en el ejercicio de esa lengua que los protagonistas de la obra Después de mí, el diluvio, de la catalana Lluïsa Cunillé, intentan comunicarse sin demasiado éxito. Pero el fracaso no obedece tanto a las dificultades idiomáticas, sino más bien a las radicales diferencias en sus condiciones de vida y sus modos de entender el mundo. El director chileno Alejandro Castillo se arriesga con este texto que parece hablarnos de una situación muy lejana, pero que en realidad está apelando a un asunto que nos toca directamente: la ceguera de los privilegiados frente a la miseria de quienes han perdido sus derechos y sus bienes; la ambición desmedida, la falta de escrúpulos. Castillo no sólo dirige con delicadeza esta obra que apuesta por la progresión dramática y la sorpresa de un desenlace que remece al espectador, sino que la protagoniza junto a Katty Kowaleczko. Y, en lo que tal vez sea el punto más atractivo del montaje, juntos dan vida a un tercer personaje que figura desde la ausencia. Es el nativo que ha venido desde su aldea hasta Kinshasa para reunirse con el hombre blanco (Castillo), un empresario que trabaja para una compañía sudafricana dedicada a la extracción y comercialización del coltán, mineral clave para las nuevas tecnologías. La dificultad idiomática hace necesaria la presencia de una intérprete (Kowaleczko), una europea que pasa sus días en un hotel de África, persiguiendo el sol. Nunca veremos al tercer personaje en escena, sólo escucharemos lo que la mujer dice en su nombre. Así, el carácter de la reunión se irá revelando de a poco. “¡Llévese a mi hijo!”, rogará el padre al empresario hacia el final. Que lo venda a un club de fútbol y sea su representante, que el hijo sea su chofer, su guardaespaldas, que por favor lo saque de aquí. Y aunque tampoco aparezca la palabra en escena, creeremos escuchar el eco del vocablo “ilunga” como un mantra que suena una y otra vez en la voz de los ausentes. La reunión no terminará bien, por supuesto. Y, la verdad de las cosas, el montaje también parecerá perder fuerza hacia el final, cuando sintamos que alguien intenta conducir nuestras emociones con la música, la iluminación y unas imágenes que corren dramáticas por una pantalla al fondo. Pero por suerte eso no habrá ocurrido antes, y los sesenta minutos habrán valido la pena.

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